La vivencia del sí mismo y de la identidad en el paciente Histérico.
Guillermo H:Arrieta
10:13
Histriónica
,
histriónico
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histrionismo
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Narcisismo
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Personalidad
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perversiones
,
Psicología
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Por Ramón Echevarría.
1.- Introducción: la carencia
Para comprender la personalidad histérica hay que partir del sentimiento de carencia que experimenta en sí mismo el paciente histérico (PH a partir de ahora), y que trata de negar a toda costa. Este sentimiento de carencia está bien descrito en los textos clásicos de psicopatología. La histérica –decía, por ejemplo, Karl Jaspers (1913/1946)– es una personalidad carente de núcleo, que “consiste solo en cáscaras variables”. El PH es alguien que “no encuentra nada en sí” y, por tanto, “lo busca todo fuera de sí”. Alguien que solo encuentra su “significación” en los demás. Que solo “se hace creíble a sí misma y a los otros mediante vivencias intensas y movimientos exagerados de expresión a los que falta el adecuado fundamento psíquico” (Jaspers, 1913-1946). La descripción de esa carencia ha recurrido a diversas formulaciones: inferioridad, “falta de ser”, vacío, incompletud, castración, etc. Se ha de entender la histeria como un intento fracasado de negar esa vivencia de carencia; como un sistema de defensas frente a los sentimientos y ansiedades asociadas a ella. Para el psicoanálisis, lo característico de la histeria es la estrecha y peculiar asociación que esa vivencia de carencia mantiene con el complejo de Edipo. La clínica psicoanalítica sugiere que esa vivencia de carencia se originó con los problemas de la triangulación; en la confrontación con una pareja de padres diferenciada, ante la diferencia de sexos y de generaciones (Green, 1992). La clínica nos muestra también cómo, en los pacientes histéricos, esa vivencia de carencia se actualiza ante los conflictos de triangulación, ante aquellas situaciones en las que la presencia de un tercero amenaza con la exclusión o la falta de reconocimiento. Otras veces nos muestra cómo los pacientes histéricos utilizan las relaciones triangulares para negarla.
Precisamente, la vinculación con el complejo de Edipo explica que esa vivencia de carencia –castración, incompletud, inferioridad, etc.– involucre siempre la identidad sexual y se exprese como un no tener lo que hay que tener (Freixas, 1997) para formar parte de la pareja idealizada que fantasea el paciente histérico, lo que le condenará a la falta de reconocimiento y la exclusión.
La histeria es un esfuerzo por negar, por un lado, los sentimientos de carencia y de vacío, y de otro, los sentimientos de celos y envidia que le inundan al PH cuando siente que no participa en la escena primaria idealizada de su fantasía (Britton, 2003). La negación de ambos tipos de sentimientos está estrechamente relacionada. Negar sus carencias le permite sostener la ilusión de que participa o puede participar en la escena primaria. Y la ilusión de que participa en esta escena primaria le sirve para negar su vacío y sus carencias. Dicho de otra manera: negando la carencia se conjura la amenaza de exclusión; y negando la exclusión –haciéndose miembro, mediante identificación proyectiva, de una escena primaria idealizada y proyectando el sentimiento de exclusión en un tercero– se desmienten las propias carencias (Echevarría, 2000).
Podemos decir que la personalidad histérica se manifiesta y caracteriza por el predominio de un tipo de relación –la relación histérica (Tizón, 2004)–, que es tanto una manera de manejar determinados conflictos (de triangulación, narcisistas y de dependencia), como de construir una vivencia del sí mismo y de la propia identidad, basada en la negación de la carencia (Hoffmann; cit. por Moser, 1997).
En este trabajo me interesa estudiar la relación y la personalidad histéricas desde la perspectiva de las vivencias del sí mismo y de la identidad [1], entendiendo éstas como fenómenos de la conciencia, determinados por procesos inconscientes. En tanto que se centra en la vivencia del sí mismo y de la identidad, me referiré de una manera genérica al paciente histérico –y de manera preferente a la histeria femenina–, pese a que no ignoro las importantes variantes de la histeria, tanto en su organización, como en su expresión. Por tanto, no especificaré siempre los diferentes niveles estructurales de funcionamiento psíquico correspondientes a diferentes tipos de histeria, aunque es en los pacientes histéricos graves – en la histeria borderline– donde los problemas en la vivencia del sí mismo y de la identidad se manifiestan más claramente.
Al centrase en la vivencia de sí mismo y de la identidad, el enfoque de este trabajo refleja –y participa de– una sensibilidad, muy presente en el psicoanálisis actual. Como decía Stephen A. Mitchell (2003):
Precisamente, la vinculación con el complejo de Edipo explica que esa vivencia de carencia –castración, incompletud, inferioridad, etc.– involucre siempre la identidad sexual y se exprese como un no tener lo que hay que tener (Freixas, 1997) para formar parte de la pareja idealizada que fantasea el paciente histérico, lo que le condenará a la falta de reconocimiento y la exclusión.
La histeria es un esfuerzo por negar, por un lado, los sentimientos de carencia y de vacío, y de otro, los sentimientos de celos y envidia que le inundan al PH cuando siente que no participa en la escena primaria idealizada de su fantasía (Britton, 2003). La negación de ambos tipos de sentimientos está estrechamente relacionada. Negar sus carencias le permite sostener la ilusión de que participa o puede participar en la escena primaria. Y la ilusión de que participa en esta escena primaria le sirve para negar su vacío y sus carencias. Dicho de otra manera: negando la carencia se conjura la amenaza de exclusión; y negando la exclusión –haciéndose miembro, mediante identificación proyectiva, de una escena primaria idealizada y proyectando el sentimiento de exclusión en un tercero– se desmienten las propias carencias (Echevarría, 2000).
Podemos decir que la personalidad histérica se manifiesta y caracteriza por el predominio de un tipo de relación –la relación histérica (Tizón, 2004)–, que es tanto una manera de manejar determinados conflictos (de triangulación, narcisistas y de dependencia), como de construir una vivencia del sí mismo y de la propia identidad, basada en la negación de la carencia (Hoffmann; cit. por Moser, 1997).
En este trabajo me interesa estudiar la relación y la personalidad histéricas desde la perspectiva de las vivencias del sí mismo y de la identidad [1], entendiendo éstas como fenómenos de la conciencia, determinados por procesos inconscientes. En tanto que se centra en la vivencia del sí mismo y de la identidad, me referiré de una manera genérica al paciente histérico –y de manera preferente a la histeria femenina–, pese a que no ignoro las importantes variantes de la histeria, tanto en su organización, como en su expresión. Por tanto, no especificaré siempre los diferentes niveles estructurales de funcionamiento psíquico correspondientes a diferentes tipos de histeria, aunque es en los pacientes histéricos graves – en la histeria borderline– donde los problemas en la vivencia del sí mismo y de la identidad se manifiestan más claramente.
Al centrase en la vivencia de sí mismo y de la identidad, el enfoque de este trabajo refleja –y participa de– una sensibilidad, muy presente en el psicoanálisis actual. Como decía Stephen A. Mitchell (2003):
Adquirimos y conservamos la conciencia de nosotros mismos, nos formamos imágenes de nosotros mismos, sentimos estima por nosotros mismos, y todo esto representa un papel destacado en la manera como experimentamos y registramos nuestros encuentros con el mundo externo y con otras personas, y en las elecciones que efectuamos en el transcurso de nuestras vidas.
De acuerdo con este enfoque, la vivencia del sí mismo y la vivencia de la propia identidad cumplen una importante función de regulación y organización en las relaciones (Widlocher, 1994), constituyendo una preocupación motivacional fundamental a lo largo de nuestra vida.
En este trabajo utilizo habitualmente las expresiones vivencia del sí mismo (self) y vivencia de la propia identidad, para poner énfasis en la acepción experiencial [2] o fenomenológica con la que utilizo estos términos: sí mismo o self e identidad. También intento con ello evitar la tendencia –criticada por Roy Schafer [3]– a reificar y sustancializar estos conceptos.
Quiero aclarar que cuando hablo de vivencia del sí mismo o del self [4] me refiero a la experiencia inmediata o mediata de la propia realidad psíquica y personal; a la manera en que uno se percibe y se concibe. Esa manera de percibirse y concebirse es diversa y fluctuante. Diversa porque podemos distinguir entre diferentes vivencias del self. Así, por ejemplo, distinguimos entre una vivencia del self como agente, y una vivencia del self como objeto intencional (McIntosh, 1986).
Pero también fluctuante. De hecho, el concepto de self como una estructura subjetiva coherente, estable y perdurable, está siendo criticada, incluso dentro de la psicología del self. Como dice S. Stern (2003), “el self no es algo unificado sino múltiple, no es una entidad estática sino que fluctúa constantemente, no es un centro de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente”. Cualidades tales como cohesión versus fragmentación; autenticidad versus falsedad; vitalidad versus agotamiento; regulación del self óptima versus regulación no óptima; e iniciativa versus sentir que uno está a merced de los otros, no son propiedades estables o esenciales del self, sino cualidades que oscilan y cambian a lo largo de tiempo, en función de las relaciones y de la situación del momento. “Solo en el momento presente uno se siente cohesivo o fragmentado, auténtico o inauténtico, vitalizado o agotado, con suficiente o insuficientemente regulación del self, con iniciativa propia o a merced de los otros” (Stern, 2003).
De ello es un ejemplo paradigmático el paciente histérico, cuya manera de vivenciarse, de experimentar su self y su identidad, es extraordinariamente fluida y cambiante. A partir de aquí, lo que me interesa estudiar es la manera en que se experimenta a sí mismo el paciente histérico; en palabras de Jaspers (1913-1946), cómo el PH “fuerza” y “fabrica” el vivenciar de sí mismo.
Quiero aclarar que cuando hablo de vivencia del sí mismo o del self [4] me refiero a la experiencia inmediata o mediata de la propia realidad psíquica y personal; a la manera en que uno se percibe y se concibe. Esa manera de percibirse y concebirse es diversa y fluctuante. Diversa porque podemos distinguir entre diferentes vivencias del self. Así, por ejemplo, distinguimos entre una vivencia del self como agente, y una vivencia del self como objeto intencional (McIntosh, 1986).
Pero también fluctuante. De hecho, el concepto de self como una estructura subjetiva coherente, estable y perdurable, está siendo criticada, incluso dentro de la psicología del self. Como dice S. Stern (2003), “el self no es algo unificado sino múltiple, no es una entidad estática sino que fluctúa constantemente, no es un centro de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente”. Cualidades tales como cohesión versus fragmentación; autenticidad versus falsedad; vitalidad versus agotamiento; regulación del self óptima versus regulación no óptima; e iniciativa versus sentir que uno está a merced de los otros, no son propiedades estables o esenciales del self, sino cualidades que oscilan y cambian a lo largo de tiempo, en función de las relaciones y de la situación del momento. “Solo en el momento presente uno se siente cohesivo o fragmentado, auténtico o inauténtico, vitalizado o agotado, con suficiente o insuficientemente regulación del self, con iniciativa propia o a merced de los otros” (Stern, 2003).
De ello es un ejemplo paradigmático el paciente histérico, cuya manera de vivenciarse, de experimentar su self y su identidad, es extraordinariamente fluida y cambiante. A partir de aquí, lo que me interesa estudiar es la manera en que se experimenta a sí mismo el paciente histérico; en palabras de Jaspers (1913-1946), cómo el PH “fuerza” y “fabrica” el vivenciar de sí mismo.
2.- De la castración a la catástrofe.
2.1.- La teoría clásica de la histeria.
La teoría clásica, tal como fue elaborada por Freud y Abraham, entendía la histeria como resultado de los avatares y conflictos que se presentaban en la fase fálica del desarrollo psicosexual, es decir, a partir de los complejos de castración y de Edipo.
En efecto, en la fase fálica, el niño y la niña han de afrontar el problema de la diferencia de los sexos. En la fase fálica, no se reconoce más que un solo órgano genital, el masculino. Existe, pues, lo masculino, pero no lo femenino: el clítoris es solo el órgano homólogo –pero atrofiado– de la zona genital masculina. La oposición de los sexos equivale a la oposición fálico-castrado: el que no tiene falo está castrado (Freixas, 1997).
Tanto para la niña como para el niño, tener o no tener el pene deviene una cuestión fundamental, en tanto que el pene deviene falo, es decir, símbolo de completud y de poder, o del medio de acceder a ello.
Niño y niña afrontarán esa diferencia de sexos de una forma diferente, lo que tiene importantes consecuencias en su desarrollo psicológico. Hasta 1923 Freud piensa que, si para el niño la castración es una amenaza, para la niña es un “hecho consumado”. La angustia propia de la niña no sería la castración sino sería la pérdida de amor. Para el Freud de las Nuevas conferencias introductorias (1933), la niña conoce bien su propia historia y sabe que jamás se le ha cortado nada. A diferencia del varón, la niña interpreta las diferencias sexuales, no como la consecuencia de un cercenamiento, sino de un perjuicio por omisión: “no se lo dieron”. Y Freud añade que ese “no se lo dieron” encuentra una resonancia inmediata en la fase oral del desarrollo, con la voracidad oral y el hecho de que ningún amamantamiento sea jamás completamente satisfactorio. La noción misma de castración como acto de corte no sería una teoría universal, sino solamente válida para el sexo masculino [5] (Laplanche, 1988).
El destino de la niña –para Freud (1912, 1924) la anatomía es el destino– le lleva, a través del reconocimiento de la diferencia de los sexos, a una conciencia de carencia y a una creencia en su inferioridad, es decir, al complejo de castración femenino. Según Freud (1931), la niña podrá tramitar dicho complejo a través de tres vías: 1) La inhibición o la renuncia global de la sexualidad; 2) la envidia del pene y el complejo de masculinidad; y 3) la entrada en el complejo de Edipo. Como señala Pueyo (1999), las tres vías juegan un papel en la histeria:
En efecto, en la fase fálica, el niño y la niña han de afrontar el problema de la diferencia de los sexos. En la fase fálica, no se reconoce más que un solo órgano genital, el masculino. Existe, pues, lo masculino, pero no lo femenino: el clítoris es solo el órgano homólogo –pero atrofiado– de la zona genital masculina. La oposición de los sexos equivale a la oposición fálico-castrado: el que no tiene falo está castrado (Freixas, 1997).
Tanto para la niña como para el niño, tener o no tener el pene deviene una cuestión fundamental, en tanto que el pene deviene falo, es decir, símbolo de completud y de poder, o del medio de acceder a ello.
Niño y niña afrontarán esa diferencia de sexos de una forma diferente, lo que tiene importantes consecuencias en su desarrollo psicológico. Hasta 1923 Freud piensa que, si para el niño la castración es una amenaza, para la niña es un “hecho consumado”. La angustia propia de la niña no sería la castración sino sería la pérdida de amor. Para el Freud de las Nuevas conferencias introductorias (1933), la niña conoce bien su propia historia y sabe que jamás se le ha cortado nada. A diferencia del varón, la niña interpreta las diferencias sexuales, no como la consecuencia de un cercenamiento, sino de un perjuicio por omisión: “no se lo dieron”. Y Freud añade que ese “no se lo dieron” encuentra una resonancia inmediata en la fase oral del desarrollo, con la voracidad oral y el hecho de que ningún amamantamiento sea jamás completamente satisfactorio. La noción misma de castración como acto de corte no sería una teoría universal, sino solamente válida para el sexo masculino [5] (Laplanche, 1988).
El destino de la niña –para Freud (1912, 1924) la anatomía es el destino– le lleva, a través del reconocimiento de la diferencia de los sexos, a una conciencia de carencia y a una creencia en su inferioridad, es decir, al complejo de castración femenino. Según Freud (1931), la niña podrá tramitar dicho complejo a través de tres vías: 1) La inhibición o la renuncia global de la sexualidad; 2) la envidia del pene y el complejo de masculinidad; y 3) la entrada en el complejo de Edipo. Como señala Pueyo (1999), las tres vías juegan un papel en la histeria:
1) La primera vía es la inhibición o renuncia global; es decir, renuncia a la sexualidad y al crecimiento personal, lo cual no es infrecuente en la histérica.
2) La segunda vía está guiada por la envidia del pene. Se trata de una actitud de envidia en el sentido de rivalidad, que culmina en lo que Freud designa “complejo de masculinidad”. Este complejo de masculinidad remite, a su vez, a una doble actitud:
2) La segunda vía está guiada por la envidia del pene. Se trata de una actitud de envidia en el sentido de rivalidad, que culmina en lo que Freud designa “complejo de masculinidad”. Este complejo de masculinidad remite, a su vez, a una doble actitud:
a) Por una parte, renegación de la castración: “yo lo tengo”. Se trata del intento de negar los sentimientos de carencia y de inferioridad derivados del complejo de castración, a través de la falidización del cuerpo. Así, la PH intenta ser el falo, como el varón histérico trata de demostrar que lo tiene. A través del narcisismo la histérica intenta negar su falta de pene, convirtiéndose ella misma en un pene; su cuerpo se convertirá en el representante de un pene. De ahí el recurso a todos aquellos elementos – vestidos, maquillajes, etc.– que realzan la teatralidad, el exhibicionismo y la seducción (Pueyo, 1999). De esta manera la PH intenta devenir promesa de completud.
b) Por otra parte, rivalidad con quien no está castrado: “ya que no lo tengo, lo tomaré” [6]. Este complejo de masculinidad, consecuencia de la no aceptación y del rechazo de la castración, puede desembocar en la elección de un objeto homosexual y en una actitud de insolencia y competitividad con el varón (Laplanche, 1988).
b) Por otra parte, rivalidad con quien no está castrado: “ya que no lo tengo, lo tomaré” [6]. Este complejo de masculinidad, consecuencia de la no aceptación y del rechazo de la castración, puede desembocar en la elección de un objeto homosexual y en una actitud de insolencia y competitividad con el varón (Laplanche, 1988).
3) La tercera vía que Freud señala para hacer frente al complejo de castración es la entrada en el complejo de Edipo. Si en el niño el complejo de Edipo desaparece bajo el efecto de la amenaza de castración[7], en la niña es el complejo de castración lo que le precipita a entrar en el complejo de Edipo. Es decir, según Freud, la niña entra en el complejo de Edipo para solucionar su complejo de castración. Decepcionada por la madre que no le ha dado el pene, la niña se aparta resentida de ésta y se vuelve hacia el padre. Pretende que el padre le de el pene-falo del que se cree privada. Y ello según diversas modalidades reales o simbólicas, y que normalmente se superponen pese a su incompatibilidad: obtener el pene como don, es decir, como hijo del padre; obtener el pene del padre en el coito, y llegado el caso retenerlo definitivamente en sí misma (Laplanche, 1983).
Así pues, la niña emprende la senda del Edipo para hacer frente al complejo de castración. Pero la solución edípica resulta inviable: la unión incestuosa y el hijo con el padre se muestran imposibles, ilusorios. La futura histérica quedará atrapada en los conflictos edípicos: queda fijada al padre y al sentimiento de carencia, que ese padre no puede restituir. No conseguirá elaborar su complejo de Edipo: la fijación al objeto incestuoso le impedirá la satisfacción de las pulsiones genitales; el estancamiento de la libido resultante determinará una regresión defensiva a la fase oral, y la aparición de síntomas. Vivirá dominada por la envidia del pene y el complejo masculino. El resultado de todo ello será el fracaso de las identificaciones, la bisexualidad, la carencia de identidad sexual. Vivirá tratando de desmentir la creencia en su inferioridad, tratando de negar la “castración”, tratando de negar sus carencias, tratando de demostrar que tiene el falo.
No hace falta decir que todo ello estará facilitado o condicionado, en mayor o menor medida, por factores externos, como la actitud de los padres, actitud seductora del padre o rivalidad de la madre, vivencia de situaciones traumáticas, etc.
Así pues, la niña emprende la senda del Edipo para hacer frente al complejo de castración. Pero la solución edípica resulta inviable: la unión incestuosa y el hijo con el padre se muestran imposibles, ilusorios. La futura histérica quedará atrapada en los conflictos edípicos: queda fijada al padre y al sentimiento de carencia, que ese padre no puede restituir. No conseguirá elaborar su complejo de Edipo: la fijación al objeto incestuoso le impedirá la satisfacción de las pulsiones genitales; el estancamiento de la libido resultante determinará una regresión defensiva a la fase oral, y la aparición de síntomas. Vivirá dominada por la envidia del pene y el complejo masculino. El resultado de todo ello será el fracaso de las identificaciones, la bisexualidad, la carencia de identidad sexual. Vivirá tratando de desmentir la creencia en su inferioridad, tratando de negar la “castración”, tratando de negar sus carencias, tratando de demostrar que tiene el falo.
No hace falta decir que todo ello estará facilitado o condicionado, en mayor o menor medida, por factores externos, como la actitud de los padres, actitud seductora del padre o rivalidad de la madre, vivencia de situaciones traumáticas, etc.
2.2.- El desarrollo kleiniano y poskleiniano de la teoría de la histeria
Además de la conversión como mecanismo de defensa y de formación del síntoma, los tres elementos que definen la dinámica de la histeria en la teoría clásica son: fase fálica, complejo de castración y complejo de Edipo (Laplanche, 1983). El desarrollo teórico kleiniano modificó estos tres elementos configurándose así una nueva concepción de la histeria.
1º. El complejo de Edipo.
El desarrollo teórico kleiniano introdujo una nueva concepción del complejo de Edipo, de la que se derivan importantes consecuencias para la teoría de la histeria. “Lejos de reducirse a una manifestación contemporánea de la fase fálica, a una crisis relativamente breve, el complejo de Edipo se concibe como un proceso complicado pero también ordenado que (…) abarca la totalidad del desarrollo (…) Su riqueza y sus innumerables variantes, su papel de organizador de las pulsiones genitales permiten relacionarlo con casi todos los procesos de la vida psíquica del niño pequeño” (Petot, 1982). 1º. El complejo de Edipo.
Para Klein, el complejo de Edipo se inicia con el reconocimiento, aunque sea de una forma primitiva o parcial, de la relación entre los padres; es decir, tan pronto como el niño se aparta del pecho para interesarse por el cuerpo de la madre y por el pene del padre.
En la fantasía del bebé, el cuerpo de la madre está lleno de riquezas: leche, alimento, excrementos mágicos y valiosos, bebés y el pene del padre, al que el niño imagina incorporado por su madre durante la relación sexual. El bebé interpreta que si el pecho frustra es porque está satisfaciéndose con sus contenidos, o satisfaciendo a sus contenidos: penes, otros bebés, etc. (Hinshelwood, 1992). Para Klein, no es solo que el tercero frustre, es que la frustración es sentida como la experiencia de un tercero. La relación con el cuerpo de la madre, por tanto, no solo despierta en el niño intensos deseos libidinales, sino también envidia, celos y odio, que generan intensas ansiedades [8].
Para Klein, pues, el desarrollo del complejo de Edipo depende de la manera en que el niño hace frente a sus fantasías y ansiedades en relación al cuerpo de la madre. En una primera etapa, los deseos edípicos son preferentemente de naturaleza oral y anal, y las primeras ansiedades edípicas son de naturaleza psicótica. La neurosis infantil es una estructura defensiva contra ansiedades psicóticas relacionadas con las fases oral y anal y con la primera relación entablada con el cuerpo de la madre (Segal, 1982, 1985).
No me es posible, por falta de espacio, dar cuenta de toda la riqueza y complejidad de la teoría kleiniana del complejo de Edipo. Me limitaré a destacar que, para Klein y sus seguidores, el complejo de Edipo está ligado estrechamente a la evolución de la posición depresiva. La elaboración del complejo de Edipo coincide con la elaboración de la posición depresiva; la elaboración de una comporta la elaboración de la otra.
Elaborar la posición depresiva implica reconocer a la madre como un objeto total, es decir, una madre diferenciada del niño, fuera de su control, con una vida propia que incluye principalmente la relación con el padre. Este reconocimiento supone abandonar la idea de la posesión exclusiva y permanente de la madre y requiere afrontar los sentimientos de exclusión, envidia, celos y rivalidad con un padre por el otro (Segal, 1989; Britton, 1989).
Todo ello equivale a la elaboración del complejo de Edipo en tanto que dicha elaboración conduce al reconocimiento y la aceptación de la autonomía de los padres y de sus relaciones, incluyendo las sexuales. El niño renuncia a su pretensión sexual sobre los padres, reconociendo no solo la diferencia entre los padres, sino también la diferencia de las relaciones entre padres e hijos: la relación entre los padres es genital y procreadora, la relación entre padres e hijos no (Torras, sin fecha).
La insuficiente elaboración del complejo de Edipo se expresa en los pacientes histéricos con un peculiar dramatismo. Como decía Britton [9], a diferencia del paciente borderline, el PH no idealiza la infancia, idealiza la relación entre los padres durante la infancia; no quiere ser el bebé, quiere producir el bebé (embarazo histérico). Quiere ser unos de los miembros de esa pareja idealizada. El PH trata de sostener la ilusión de que es uno de los participantes de la escena primaria idealizada que mantiene en la fantasía, una escena primaria que trata de recrear constantemente. La PH vive, tal como dice A. Mijolla (2003), “fascinada por la escena primitiva y la diferencia de sexos, identificándose ávidamente, histéricamente, con uno u otro de los partenaires de esta escena primitiva. Celosa, envidiosa tanto de uno como del otro, queriendo siempre lo que no tiene, sea el pecho o el pene”.
A través del concepto de identificación proyectiva patológica, los autores kleinianos han profundizado en la comprensión de la manera en que el PH sostiene esa ilusión de formar parte de esa escena. Mediante la identificación proyectiva se convierte en uno de los miembros de la pareja primaria, y pone en otros los sentimientos de celos y exclusión que le atormentan. Con otras palabras, el PH sostiene la ilusión de que tiene o puede tener acceso a la “otra habitación” de la que habla R. Britton (2003), aludiendo a la otra habitación de la consulta, pero también a la habitación de los padres.
“‘La otra habitación’ –dice R. Britton– surge en la imaginación a partir del momento en que se cree que el objeto sigue existiendo, a pesar de que no se percibe. Es el lugar en que el objeto pasa su existencia invisible; existencia que inevitablemente se concibe como una relación con otro objeto”. ‘La otra habitación’ es la ubicación de la escena primaria invisible.
El reconocimiento de la existencia de “la otra habitación”, a la que no tiene acceso, supuso y supone para el PH una herida narcisista de consecuencias catastróficas. Por eso trata de “defenderse” de ello a toda costa. En la clínica analítica se pueden observar diversas posibilidades (Echevarría, 2000):
a) El paciente necesita constatar que es otro el que está fuera de “la (otra) habitación”, experimentando los sentimientos de celos, envidia y abandono. En el análisis eso pasa cuando el PH hace vivir al analista la exclusión, los celos y la envidia ante la pareja idealizada que trata de encarnar.
b) El paciente niega o desvaloriza “la otra habitación”. Por ejemplo, se convence de que no hay parejas auténticas, que todas son un simulacro. O que si existen, es porque él quiere o lo permite. “Si yo quisiera, él la dejaría…”, me solía decir una paciente.
c) El paciente se disocia y vive desdoblado (se podría decir que en dos “habitaciones”). El paciente vive simultáneamente (“double conscience”) en lo que percibe como “realidad aparente” y en la realidad imaginada. A diferencia del psicótico, no niega o distorsiona la realidad completamente. Conserva la capacidad de observar la realidad de manera perspicaz y aguda, pero dicha capacidad se pone al servicio de la parte enferma de su personalidad (Eskelinen, Adroer, Oliva y Tous, 1983, 1984). Pequeños detalles le sirven entonces para confirmar sus ilusiones acerca de una realidad que supone oculta detrás de las apariencias. La común realidad se reconoce, pero detrás de las apariencias hay una realidad oculta, “la verdadera realidad”, de la que el PH pretende tener las claves. Una parte del paciente es capaz de reconocer que está en tratamiento con un analista; otra puede, como la paciente que describe Britton, ir al análisis con la “certeza” de que al final del tratamiento se casará con él. La clínica de la histeria dependerá en buena medida del grado de disociación y de la eficacia del desdoblamiento resultante.
d) Pero otras veces, como dice Britton, el muro psíquico divisor entre “esta habitación” y “la otra habitación”, lo percibido y lo imaginado, se rompe. Entonces el paciente considera la habitación que comparte con el analista como “la otra habitación”, y supone que sus fantasías sobre los sucesos que tienen lugar en “la otra habitación”, están sucediendo en la sala de la consulta (Britton, 2003). En otras palabras, cree que su imaginación se hace realidad en la sala de consulta. El desdoblamiento fracasa; la ilusión deviene certeza y entonces el paciente delira histéricamente. Entre la ilusión histérica y esta certeza histérica, delirante, se observan en la clínica todas las transiciones posibles (Echevarría, 2000).
2º. La angustia de castración.
Klein conectó la ansiedad de castración con el miedo a la retaliación por ataques sádicos contra la madre y el pene del padre [10]. Describió una ansiedad de castración propiamente femenina que proviene de los temores a la retaliación por los ataques al cuerpo de la madre y que se expresa en el temor de la niña de ser dañada interiormente y de que sea destruida su capacidad creativa. Según Klein, en el varón la ansiedad de castración tiene el mismo origen, pero la ansiedad disminuye por la observación del pene.
Si para Freud, la mujer es un hombre carenciado (Eskelinen, 1985), para Klein, la mujer tiene conciencia de su sexo: conoce la existencia de sus genitales desde el comienzo. No hay, por tanto, un sentimiento de castración ni de inferioridad o incompletud que precipite en la niña en el complejo de Edipo. Es por ello que Klein entendió la envidia del pene no como envidia del genital masculino, sino como secundaria a la envidia de los contenidos del vientre de la madre. Solo en un segundo momento Klein consideró la envidia del pene como envidia de un órgano al servicio de la reparación y capaz de dar satisfacción.
D. Birksted-Breen (1996) –con un enfoque que puede integrarse al kleiniano– ha concebido la envidia del pene como envidia del falo, de una manera diferente a la freudiana. Para esta autora, hay dos maneras de significar el pene inconscientemente: el pene-como-falo y el pene-como-vínculo de unión entre unos padres diferenciados. Ambas maneras de significar inconscientemente el pene corresponden a dos maneras de elaborar el Edipo, a dos maneras de concebir la relación y la sexualidad de los padres.
La significación del pene como falo representa el anhelo de una totalidad ilusoria, un estado libre de deseo, y existe en el inconsciente como una posición básica.
La significación del pene-como-vínculo supone elaboración del complejo de Edipo, el reconocimiento de una pareja de padres diferenciada, unos padres diferentes pero vinculados entre sí. Incluye el conocimiento de la diferencia y, por consiguiente, el reconocimiento de la propia incompletud y de la necesidad del objeto. La falta de elaboración del complejo de Edipo facilita el predominio de la significación del pene-como-falo que se refleja en la adopción de una sexualidad fálica como impostura, para fingir, como sucede en el PH que intenta narcisísticamente ser y tener el falo. La sexualidad fálica se basa en la identificación del hombre o la mujer con el falo para negar la carencia y la panoplia de sentimientos asociados a ella: la necesidad, la envidia, el miedo, la culpa y el desvalimiento [11].
3º. Para Klein, si la niña tiene desde el nacimiento un conocimiento (inconsciente y reprimido) de la vagina, así como deseos genitales, no puede haber una fase fálica tal como la que Freud describió en 1924. Klein habló por este motivo de fase genital. Por otra parte, Klein abandonó progresivamente el esquema del desarrollo de la libido de Abraham, acentuando la simultaneidad de las fases y estadios, así como su interrelación e interacción (Del Valle, 1986).
Consecuentemente, para los autores kleinianos, los conflictos de la histeria ya no se circunscriben a la fase fálica: abarcan todas las fases del desarrollo, que deja de concebirse como secuencial.
En tanto que el complejo de Edipo se inicia en la fase oral, los conflictos orales pueden pasar a primer plano: de ahí el vacío, la avidez de excitaciones y la dependencia ávida del PH. Los conflictos histéricos devienen entonces más primitivos, dominados por las ansiedades psicóticas. Si para la teoría clásica, la regresión oral era defensiva frente al conflicto genital, ahora la genitalidad precoz se contempla como una defensa frente a los conflictos orales. En muchos pacientes histéricos, como dice V. Hernández (2001), “la falsa sexualidad de la erotización histérica oculta un tipo de relación muy voraz y de características orales”[12]. La histérica pone todas sus capacidades al servicio de la posesión oral y de “la recuperación de un estado fusional simbiótico que el histérico no deja de añorar nunca”. Se comprende así su constante sentimiento de carencia, su resentimiento y su insaciable reclamación de amor-fusión-erotización, y su constante insatisfacción que no hace más que retroalimentar la voracidad, la insatisfacción, los celos y la envidia en un círculo vicioso maligno y patógeno (Hernández, 2001).
La apariencia edípica de la histeria puede ser engañosa y falsa porque no se trataría de una fijación edípica no resuelta, sino de una fijación oral o pregenital de la que el histérico huye precipitándose prematuramente hacia una falsa situación edípica o triangular en la que el padre no es pareja de la madre, sino figura sustitutiva de la misma, con la que tiende a quedar confundida más que unida (Hernández, 2001). Como U. Rupprecht-Shapera (1997), Hernández entiende que en estos pacientes el conflicto primordial es con la madre. “El pene del padre, en vez de devenir símbolo fálico, sigue siendo un objeto que representa vicariamente el pecho de la madre y el vínculo de la niña con él sigue siendo predominantemente o casi exclusivamente oral” (Hernández, 2001).
La histeria, por tanto, pierde especificidad nosológica: las ansiedades dejan de ser específicas de una fase (la castración y la pérdida de amor), sino generales. Diferentes avatares del desarrollo, que ya no se reducen a los de la fase fálica, remiten a diferentes tipos de histeria en función de las etapas del desarrollo que estén comprometidas.
A partir de aquí, se ha de considerar que la histeria abarca un amplio espectro de pacientes que se extiende –tal como explica Otto Kernberg (1994)– en un continuum desde, en el polo menos grave, aquellos que presentan una organización neurótica de la personalidad, hasta, en el polo más grave, aquellos cuyos síntomas histéricos ocultan una patología más profunda, presentando una organización límite de la personalidad. Kernberg denomina a los pacientes con una organización neurótica, trastorno histérico de la personalidad propiamente dicho; los del segundo tipo, trastorno histriónico de la personalidad. Por tanto, como antes otros autores (Zetzel, Easser y Lesser, etc.), Kernberg considera que hay diferentes tipos de pacientes histéricos. Sus pacientes histriónicos corresponden a los pacientes histeroides de Easser y Lesser (1965), o los tipos 3 y 4 de Zetzel (1968), o a la histeria borderline de que hablan Brenman (1997) o Rupprecht-Shapera (1997).
El trastorno histérico de la personalidad se caracteriza por un sentido de la identidad esencialmente intacto, capacidad para mantener con los otros relaciones estables, discriminativas, emocionalmente ricas y empáticas, que suponen tolerancia a la ambivalencia y la complejidad, y un predominio de mecanismos de defensa centrados en la represión. El trastorno histriónico de la personalidad corresponde a lo que otros autores han denominado trastorno “infantil”, “histeroide”, “histeroide disfórico”, “emocionalmente inestable” e “histérico de los tipos 3 y 4 de Zetzel” (Zetzel, 1968). Corresponde a una organización límite de la personalidad, es decir, se caracteriza por un síndrome de difusión de la identidad, patología severa de las relaciones objetales y predominio de la operación defensiva primitiva centrada en la escisión, sin perder la prueba de realidad. Entre ambos tipos encontramos en la clínica todas las formas de transición.
Se tiende, pues, a concebir la histeria desde una psicopatología transnosológica, como un conjunto de defensas características frente a las ansiedades suscitadas por una amplia serie de conflictos que involucran el narcisismo, la dependencia y la triangulación, las tres áreas de conflictos más presentes en la transferencia del paciente histérico (Moser, 1997). Para muchos autores, su especificidad se reduce a las funciones defensivas del yo (Moser, 1997). Como dice Brenman (1985), la histeria se puede entender como un “conjunto de defensas “específicas” o características que puede estar presente en pacientes neuróticos, borderlines o incluso psicóticos”. O, como dice Rupprecht-Schamera (1995, 1997), como un tipo de “solución” –la “solución histérica”, de la que habla Britton (1999)– de determinados conflictos que “se presenta en niveles estructurales extremadamente variados de funcionamiento psíquico”.
3.- La histeria como patología narcisista: narcisismo y complejo de Edipo
Como recuerda Hugo Bleichmar (1972), la representación que el sujeto hace de sí siempre tiene un componente comparativo que remite a la triangulación edípica. El narcisismo “está estructurado en el seno mismo de la situación edípica, en donde la perfección queda connotada como triunfo frente al rival. El Edipo implica que hay alguien además del propio sujeto que puede ser amado por el otro significativo. Tener los valores de la perfección asegura que se siga estando ubicando en el lugar de privilegio” (Bleichmar, 1972). Esta íntima asociación entre conflictiva edípica y narcisismo –ya presente en la obra de Freud– resulta imprescindible para comprender la histeria.
El enfoque kleiniano, desarrolló y radicalizó la asociación entre histeria y narcisismo, llegando a entender la histeria como un tipo de organización narcisista al servicio de la “solución” (entre comillas) del conflicto edípico, o como una manera de poner la triangulación al servicio del narcisismo.
Tal como hemos visto, la elaboración del Edipo implica el abandono de las relaciones de objeto narcisista, en tanto que supone aceptar la diferenciación de la madre –es decir, una madre autónoma, objeto total– y reconocer las diferencias de sexos y generaciones. El PH no puede tolerar el reconocimiento de una pareja diferenciada, que no pueda separar o controlar. Se organiza para defenderse de la herida narcisista que esa realidad supone, es decir, para defenderse de la impotencia, la exclusión y el desamparo, de los celos y la envidia. Por eso decía antes que la histeria es una intento fracasado de resolver de manera narcisista el conflicto edípico.
El grado y la calidad del narcisismo en la dinámica del PH son indicadores de su gravedad. Se puede decir que cuanto más grave es la histeria, mayor es el narcisismo del paciente. Y así, diferentes tipos de narcisismos dan lugar a diferentes tipos de pacientes histéricos. Por eso Marranti (1986) diferenciaba las histerias en función de los diferentes tipos de narcisismo: narcisismos libidinales (personalidades histéricas), narcisismos problemáticos (histeria de conversión e histeria de angustia) y narcisismos tanáticos (caracteropatías histéricas, histerismos, hipocondrías crónicas y psicosis histéricas).
El PH puede presentar, pues, todas las variedades del narcisismo, desde la reivindicación fálica neurótica, a la severa patología narcisista de los pacientes que describe Ronald Britton (2003). Para este autor, la histeria puede ser la solución al problema que plantea en el paciente una pulsión de hostilidad hacia todo aquello que no es self, incluyendo aquellas partes del self que están conectadas a un mundo externo al self. El problema del PH es cómo conservar el amor de objeto en combinación con tal aversión a la diferencia. En algunos pacientes, la solución histérica supone el intento de realizar una fantasía de unión en la muerte con el amado que lleva a una nueva identidad compartida: la unión sexual en la fantasía erotizada de muerte mutua. El deseo de muerte debe entenderse entonces, no como muerte real, sino como unión eterna (Britton, 2003). Como hemos dicho, en otros pacientes se observa la búsqueda de una relación narcisista fusional, de una fusión simbiótica idealizada[13].
Pero ha sido Eric Brenman (1985) quien mejor ha descrito la histeria como una organización narcisista. La histeria, dice Brenman (1985), es una combinación de catástrofe y negación: un intento de negar la amenaza de una catástrofe psíquica. O mejor dicho, un esfuerzo por no revivir una catástrofe del pasado porque, como decía Winnicott (1993) esa catástrofe ya se produjo[14]. Ya sea un trauma, ya sea “toda una pauta de influencias distorsionadoras”, determinadas dificultades en la relación con los primeros objetos tuvieron consecuencias catastróficas.
En efecto, esa catástrofe primigenia tuvo su origen en déficits de las funciones parentales[15], de la madre en particular, que se traducen en un fracaso en la satisfacción de las necesidades narcisistas del niño –en una carencia de reconocimiento y aceptación de su realidad psíquica– asociado a los conflictos de triangulación y de dependencia.
La histeria se puede entender como un esfuerzo por no re-vivir esa catástrofe; como un esfuerzo por no re-vivenciarse como un niño desamparado e impotente, celoso y envidioso, excluido de la relación entre los padres. Cualquier situación que haga revivir ese pasado catastrófico, que roce esa herida sin cicatrizar –de manera especial, las situaciones triangulares con su amenaza de falta de reconocimiento y exclusión–, desencadena la ansiedad y actualiza y dispara la amenaza de una nueva catástrofe bajo la forma de una depresión potencial o de un derrumbe psicótico.
La histeria es, pues, un intento de reparar la herida que ha dejado esa catástrofe (Jeanneau, 1985). Utilizando las palabras que Robert Stoller (1978) aplicaba a la perversión, podemos decir que la histeria es otro intento de vencer sobre las derrotas de la infancia, otra manera de intentar convertir el trauma infantil en triunfo adulto.
4.- La organización de la vivencia del sí mismo en el PH.
4.1.- La vivencia del sí mismo y la negación histérica.
Para el PH, “el mundo se divide (…) entre poseedores y desprovistos de falo, entre potentes e impotentes, entre fuertes y débiles” (Schaeffer, 2000); entre los privilegiados y los que no lo son; entre los que tienen lo que hay que tener para formar parte de la escena primaria y los que no tienen lo que hay que tener y que, por tanto, serán excluidos (Schaeffer,2000; Freixas, 1997). En la histeria hay un esfuerzo desesperado por categorizarse entre los primeros elementos de esos pares, un esfuerzo por no contarse entre los segundos.
Desde la teoría clásica ese esfuerzo se entendió como un intento –fracasado– de negar la “castración”, de negar la inferioridad y la impotencia que la “castración” supone, y de conjurar la amenaza deexclusión que implica. La histeria es una manera de convencer a los demás y –a través de ellos– de convencerse a sí mismo de que se tiene el falo; de que se tiene la completud, de que se tiene lo que hay que tener para formar parte de la pareja idealizada que el PH mantiene en su fantasía.
La PH, pues, vive intentando “colmar aquello que aparece como una falta fundamental, a partir de todas las ocasiones y de todos los escenarios posibles” (Mijolla, 2003). Vive entre la angustia de castración y la reivindicación fálica, incapaz de renunciar a la masculinidad y “más aún a esa totalidad, a ese absoluto que para ella es la bisexualidad, puesta en evidencia con tanta frecuencia en los fantasmas y las modalidades identificatorias resultantes” (Mijolla, 2003).
El desarrollo teórico kleiniano aportó una visión complementaria: no solo se trata de tener o no tener el falo; no solo es la identidad sexual, es la propia identidad –ser o no ser– la que está en juego en la histeria.
También aquí la histeria se entiende como un esfuerzo de negación. Pero lo que subyace a ese esfuerzo es la necesidad de evitar a toda costa revivir la catástrofe infantil a la que antes me he referido, es decir, aquellos sentimientos de necesidad, desamparo e impotencia ante la ansiedad, de exclusión, celos y envidia. El PH necesita, a toda costa, negar esos sentimientos, mantenerlos latentes, que no se actualicen. Conectar con ellos supone revivir la catástrofe del pasado: supone la amenaza de una depresión o un derrumbe psicótico. De ahí que trate de evitar cualquier situación en la que se sienta excluido y carenciado, desplazado del centro de la escena, lo que vive como una terrible herida narcisista (Green, 1997).
El PH trata de organizar las relaciones con los otros, al servicio de esa negación. Ahora bien, para que la negación sea eficaz es imprescindible que el PH “construya” una realidad aparente que respalde la negación; y necesita implicar en ella a los demás, es decir, que los demás le confirmen el falso self con el que intenta colocarse en el centro de la escena.
Para ello el PH manipula la mente de los otros: seduciéndolos, persuadiéndoles de esa realidad ilusoria que trata de construir, imponiéndoles un papel de acuerdo con ella[16] (Brenman, 1985). Así, el PH construye situaciones o escenas que le permiten eludir los mencionados sentimientos de carencia, de celos y de envidia, en tanto que puede proyectarlos; situaciones que le permiten confirmar o hacer verosímiles sus fantasías narcisistas, cultivando la excitación y la euforia, a las que es adicto (Echevarría, 2000).
El PH trata de encontrar en la realidad externa los fundamentos de su negación, de ahí que se vuelque hacia esa realidad externa. La negación histérica, a diferencia de la negación psicótica, se apoya en la realidad: requiere el respaldo de una realidad aparente que la apoye. A diferencia de la negación maníaca o psicótica, no es omnipotente. Y a la construcción de dicha realidad se aplica el esfuerzo y las capacidades –de percibir y de manipular la realidad exterior– del paciente. Cuanto mayores sean esas capacidades, más eficaz es la “solución histérica”.
Así, el PH es capaz de perspicacia y agudeza en sus percepciones. Pero dicha capacidad está sometida a la parte enferma de su personalidad, que utiliza sus percepciones para alimentar sus fantasías evasivas y darles una apariencia de realidad (Eskelinen et al., 1983, 1984). El PH ocupa su mente y se excita con esas fantasías, evadiéndose del malestar: las necesita para “ilusionarse y motivarse”. Cualquier indicio que puede confirmar tales fantasías es sobrevalorado, haciendo una montaña de un grano de arena[17].
Esa realidad aparente sobre la que se fundamenta la negación histérica puede ser muy diversa. De hecho, cualquier realidad puede ser utilizada al servicio de la negación. En ocasiones, es su cuerpo, que puede “utilizar” para negar que la mente esté enferma. Otras veces es la imagen de sí misma que le reflejan los otros (seducidos), imagen con la que se identifica para negar sus carencias. Otras veces es la apariencia de los hechos[18]. Otras veces es una situación creada para estar en la “otra habitación” y poner los sentimientos de celos y envidia en un tercero excluido. Otras veces es una colusión, una relación complementaria al servicio de la negación. Esto es especialmente frecuente en las relaciones de pareja. Como explica Willi (1993), a la PH le gustaría tener una pareja potente y sin embargo no puede soportarlo. Si él es potente, reacciona con envidia; si es impotente, se priva de la satisfacción sexual y de la idea de tener un sustituto masculino en su marido. Por eso a menudo busca un marido que ponga en manos de ella su potencia sexual, de manera que será ella quien le reafirme en su masculinidad y le haga potente. Trata de experimentarse con la potencia de hacer impotente o potente a su pareja. También es ella quien podrá emplear sus facultades y atributos femeninos para proyectarle sus sentimientos de carencia, hacerlo impotente y vengarse[19].
Ahora bien, la eficaz negación de la realidad psíquica confirmada por los demás, es una eventualidad extraordinaria e inestable. Podemos decir que la histeria existe en tanto que esa negación fracasa. La inmensa mayoría de las veces, el PH no solo manipula para construir una realidad aparente, se muestra como manipulador. No solo exagera, se muestra como exagerado; no solo presenta un falso self, suscita la sospecha de que es falso, inauténtico. A veces, el fracaso se manifiesta a través del síntoma de conversión que simboliza tanto el falo como la castración (Diatkine, cit. por Coderch, 1979); tanto la catástrofe que amenaza como su negación (la paresia histérica expresa, como dice Brenman (1997), la catástrofe al tiempo que niega el problema mental).
Precisamente porque la negación no suele ser del todo eficaz, el histérico necesita que alguien se haga cargo de los sentimientos que le amenazan[20]. De ahí su dependencia ávida y explotadora del objeto, del analista; dependencia que trata de negar, de revertir, intentando tiranizar al objeto –al analista–, convirtiéndolo en una posesión manipulable. Frecuentemente busca alguien que dependa de su dependencia. Como decía Jacques Lacan (1991), “busca un amo sobre el que reinar”.
La fragilidad y el fracaso de la negación histérica se expresan también en las fluctuaciones de la autoestima del PH. Cualquier éxito o situación le sirve para sentirse importante o poderoso, le suscita un efecto euforizante, como una droga. Cualquier buen resultado, cualquier elogio, puede ser utilizado para emborracharse de éxito, funcionando entonces hipomaníacamente. En esos momentos, suele mostrar una actitud despreciativa respecto del análisis. A su vez, cualquier fracaso lo vive con un dramatismo exagerado, hundiendo su autoestima y colocándose al borde de la depresión. El PH oscila entre la dependencia ávida y la prepotencia despreciativa, entre la identificación con un bebé impotente y la identificación con el pecho; pasa de la potencia a la impotencia, de la depresión a la euforia, de ser el miembro de una pareja idealizada a ser un bebé excluido, desamparado y envidioso.
Víctor Hernández ha descrito cómo la PH intenta mantener la disociación entre una parte buena y otra mala, mostrando “su mitad exageradamente buena mientras su funcionamiento seductor le permite sentirse el centro de la atención y mantener en la conciencia una imagen idealizada de sí misma y de su objeto de amor unidos en una relación ideal y casi fusional de la que los demás están excluidos, lo que le permite, además, proyectar en ellos el sufrimiento, los celos y la envidia. Pero en cuanto se sienta mínimamente frustrada y expuesta a tener que reintroyectar su insatisfacción, sus celos y su sufrimiento, aparecerá la mitad horrible” (Hernández, 2001).
4.2.- Los ámbitos de la viviencia de sí mismo del PH
Margaret Crastnopol (2004) ha descrito diversas cualidades de la vivencia del sí mismo: “diferentes maneras en las que el self puede ser percibido, expresado, y puesto en acto (enacted)”. Estas diferentes cualidades dependen del grado de interioridad o exterioridad de la vivencia, en tanto que el self se puede vivir de manera más privada o más pública. Crastnopol diferencia entre cuatro “dominios” o “lugares psíquicos hipotéticos” desde los que emergen diversas vivencias de uno mismo (self-experiences). Cuando una persona experimenta el self predominantemente dentro de un dominio concreto, los otros tres lugares subyacen en diferentes grados al lugar protagonista. El espectro completo de la experiencia del self es como un «multi-lugar para residir» donde estarán presentes los cuatro dominios en mayor o menor grado.
Estos cuatro dominios –que abarcan la continuidad de la autoexperiencia, las distintas vivencias de sí mismo (desde la más interna a la más externa)– son, según Crastnopol, los siguientes: el fenomenológico, el intrapersonal, el interpsíquico y el interpersonal.
Para Crastnopol, el dominio fenomenológico correspondería a la descripción que hace Winnicott del funcionamiento del “self verdadero”. Es el ámbito de la autoexperiencia más cercano al funcionamiento somatopsíquico en sí mismo; con sus raíces en lo constitucional, se siente como el más internamente «personal» de los dominios y, por tanto, el menos influenciable por los condicionamientos externos. En este ámbito, la vivencia de uno mismo se focaliza en un sentimiento, pensamiento, sensación, imagen, o combinación de ellos. Cada persona tiene sus propias condiciones óptimas para contactar con el sentimiento de sí fenomenológico. Una persona puede sentirse más en contacto con el centro de su propia psique cuando oye música, otro cuando admira una determinada pieza artística, otro cuando formula una idea propia, etc.
El dominio intrapersonal –el segundo en el continuo desde los más privados hasta los más externos aspectos del self– hace referencia a la experiencia de aquellos aspectos de los otros –del objeto– que han sido asimilados. Tal como yo lo entiendo, corresponde a las identificaciones introyectivas: a los objetos que permanecen de manera estable en nosotros; que forman parte del núcleo del sí mismo (Wisdom, 1984), aportando una presencia interna y estable que condiciona la vivencia que el sujeto tiene de sí mismo.
El tercer sitio en el continuo interno/externo es el dominio interpsíquico. Corresponde al dominio de la imaginación: uno se vivencia imaginándose en la relación con otros, en tanto que mantiene una relación interna con los otros. Algunas veces cuando uno se vivencia en el dominio interpsíquico, se siente como si hubiera un valioso diálogo continuado entre sus imágenes internas del self y el otro. En otros momentos, las relaciones internas entre estas imágenes pueden sentirse sin valor, desestabilizantes y/o dolorosas. El dominio interpsíquico es donde reconocemos y procesamos un otro específico e individual y también la imagen de uno mismo que tiene el otro. El “otro” tal como es vivenciado en este lugar incluye nuestra fantasía de su vivencia de “mí”. Lo que significa que hay un mayor compromiso con el mundo externo al dar importancia a la vida interna del otro.
Por último, en el dominio interpersonal uno se vivencia como estando “en proceso” o “haciendo” con otras personas. Se siente: “yo soy el self que se está comportando de esta forma o de la otra relacionándose con los demás”; por tanto, uno se siente “allí fuera” en el borde de o en el espacio entre el self y el otro. En el dominio interpersonal el individuo se percibe a sí mismo actuando frente a los demás.
Tal como explica Crastnopol, para algunos la vivencia de sí mismo se caracteriza por diferentes voces internas (las cuales pueden representar diversas representaciones internas) en comunicación entre ellas. Otras personas dedican más tiempo interno a simplemente vivenciar el “yo”; otros en concentrarse más en interacciones reales con los otros externos. Hay quienes están muy pendientes de la vivencia que los otros tienen de ellos, y en discernir como son de diferentes de los otros. Cada persona tiene su particular manera de autovivenciarse en función de una particular combinación de estos lugares de vivencia de uno mismo. Los lugares en una persona concreta tienden a hacer una malla unos con otros en grado diverso de manera que se hace difícil distinguir una vivencia interpsíquica de una vivencia interpersonal.
Aunque los “lugares psíquicos” de Crastnopol se presten a crítica y discusión, pienso que pueden ser útiles en la clínica del PH.
Lo que sugiere el trabajo de Crastnopol es que en cada uno se organiza de manera propia la autoexperiencia. Se podría decir que cada uno se refugia o se busca en un dominio de la autoexperiencia, de acuerdo con las características de su personalidad, incluyendo, por supuesto, necesidades defensivas. Y se puede privilegiar determinado dominio de la experiencia para negar otro[21].
Pienso que en el PH esto último es evidente. El PH tiende a buscarse y refugiarse en el dominio interpsíquico de la imaginación y en el dominio interpersonal. Logra así mantener latente la experiencia de sí mismo fenomenológico y la experiencia de sí mismo intrapsíquico (Crastnolpol, 2004); o, si se quiere, la experiencia del self infantil o nuclear (Wisdom, 1984). Como he dicho antes, el PH intenta negar el self infantil, necesitado, desamparado e impotente, abrumado por la ansiedad, lleno de resentimiento, celos y envidia por lo que siente como una exclusión de los padres.
Esta manera de refugiarse y de buscarse en los dominios más exteriores y superficiales de la vivencia de sí mismo, aporta, a mi entender, una nueva comprensión acerca de la extroversión histérica. Al extrovertirse, al verterse hacia fuera, el PH se experimenta en los dominios más externos de la autoexperiencia. Se puede decir que el PH se extrovierte –se vierte hacia fuera– porque trata de externalizar su drama y su conflictiva interna. Huye de su mundo interno, y se refugia en la realidad externa, que tratará de manipular al servicio de sus necesidades defensivas, buscando una realidad aparente que apoye su negación.
El PH se vive en la exterioridad porque es allá donde está el presente. Se vuelca en el presente porque no quiere sufrir de reminiscencias. Utiliza las vivencias presentes para negar las vivencias pasadas, de la misma manera que utiliza lo exterior para negar lo interior. Como decía Freud: repite –transfiere– para no recordar. Busca un presente que desmienta el pasado, sin darse cuenta de que repite ese pasado.
Vive en la exterioridad porque allá está el objeto. El PH depende del objeto externo; no le sirven sus objetos internos. No es capaz de estar solo: necesita al otro para representarse (Mijolla, 2003), para reconocerse, para contenerse, para descargar sus ansiedades. El PH se vive en la exterioridad porque es allí –fuera, en la realidad exterior– donde puede tratar de llenar su vacío y hacer frente a su carencia de identidad; porque es allá donde puede percibirse más (Willi, 1993).
Es, por tanto, muy difícil llegar al núcleo de su personalidad, salvar la distancia que pone el PH con ese ámbito de la experiencia del self. Lo cual está relacionado con las dificultades de cambiar que muestran estos pacientes en el análisis, y que remiten a las dificultades de interiorizar.
Es característico del PH, pues, utilizar el dominio más externo de la autoexperiencia para negar el más interno o nuclear; experimentarse más en función de los objetos externos que de los internos: utiliza las relaciones externas para negar las relaciones internas; utilizar las vivencias del presente para negar las vivencias del pasado; las vivencias del cuerpo, para negar las vivencias de la mente; la vivencia del sí mismo en los otros, para negar las vivencias nucleares del sí mismo.
Estos cuatro dominios –que abarcan la continuidad de la autoexperiencia, las distintas vivencias de sí mismo (desde la más interna a la más externa)– son, según Crastnopol, los siguientes: el fenomenológico, el intrapersonal, el interpsíquico y el interpersonal.
Para Crastnopol, el dominio fenomenológico correspondería a la descripción que hace Winnicott del funcionamiento del “self verdadero”. Es el ámbito de la autoexperiencia más cercano al funcionamiento somatopsíquico en sí mismo; con sus raíces en lo constitucional, se siente como el más internamente «personal» de los dominios y, por tanto, el menos influenciable por los condicionamientos externos. En este ámbito, la vivencia de uno mismo se focaliza en un sentimiento, pensamiento, sensación, imagen, o combinación de ellos. Cada persona tiene sus propias condiciones óptimas para contactar con el sentimiento de sí fenomenológico. Una persona puede sentirse más en contacto con el centro de su propia psique cuando oye música, otro cuando admira una determinada pieza artística, otro cuando formula una idea propia, etc.
El dominio intrapersonal –el segundo en el continuo desde los más privados hasta los más externos aspectos del self– hace referencia a la experiencia de aquellos aspectos de los otros –del objeto– que han sido asimilados. Tal como yo lo entiendo, corresponde a las identificaciones introyectivas: a los objetos que permanecen de manera estable en nosotros; que forman parte del núcleo del sí mismo (Wisdom, 1984), aportando una presencia interna y estable que condiciona la vivencia que el sujeto tiene de sí mismo.
El tercer sitio en el continuo interno/externo es el dominio interpsíquico. Corresponde al dominio de la imaginación: uno se vivencia imaginándose en la relación con otros, en tanto que mantiene una relación interna con los otros. Algunas veces cuando uno se vivencia en el dominio interpsíquico, se siente como si hubiera un valioso diálogo continuado entre sus imágenes internas del self y el otro. En otros momentos, las relaciones internas entre estas imágenes pueden sentirse sin valor, desestabilizantes y/o dolorosas. El dominio interpsíquico es donde reconocemos y procesamos un otro específico e individual y también la imagen de uno mismo que tiene el otro. El “otro” tal como es vivenciado en este lugar incluye nuestra fantasía de su vivencia de “mí”. Lo que significa que hay un mayor compromiso con el mundo externo al dar importancia a la vida interna del otro.
Por último, en el dominio interpersonal uno se vivencia como estando “en proceso” o “haciendo” con otras personas. Se siente: “yo soy el self que se está comportando de esta forma o de la otra relacionándose con los demás”; por tanto, uno se siente “allí fuera” en el borde de o en el espacio entre el self y el otro. En el dominio interpersonal el individuo se percibe a sí mismo actuando frente a los demás.
Tal como explica Crastnopol, para algunos la vivencia de sí mismo se caracteriza por diferentes voces internas (las cuales pueden representar diversas representaciones internas) en comunicación entre ellas. Otras personas dedican más tiempo interno a simplemente vivenciar el “yo”; otros en concentrarse más en interacciones reales con los otros externos. Hay quienes están muy pendientes de la vivencia que los otros tienen de ellos, y en discernir como son de diferentes de los otros. Cada persona tiene su particular manera de autovivenciarse en función de una particular combinación de estos lugares de vivencia de uno mismo. Los lugares en una persona concreta tienden a hacer una malla unos con otros en grado diverso de manera que se hace difícil distinguir una vivencia interpsíquica de una vivencia interpersonal.
Aunque los “lugares psíquicos” de Crastnopol se presten a crítica y discusión, pienso que pueden ser útiles en la clínica del PH.
Lo que sugiere el trabajo de Crastnopol es que en cada uno se organiza de manera propia la autoexperiencia. Se podría decir que cada uno se refugia o se busca en un dominio de la autoexperiencia, de acuerdo con las características de su personalidad, incluyendo, por supuesto, necesidades defensivas. Y se puede privilegiar determinado dominio de la experiencia para negar otro[21].
Pienso que en el PH esto último es evidente. El PH tiende a buscarse y refugiarse en el dominio interpsíquico de la imaginación y en el dominio interpersonal. Logra así mantener latente la experiencia de sí mismo fenomenológico y la experiencia de sí mismo intrapsíquico (Crastnolpol, 2004); o, si se quiere, la experiencia del self infantil o nuclear (Wisdom, 1984). Como he dicho antes, el PH intenta negar el self infantil, necesitado, desamparado e impotente, abrumado por la ansiedad, lleno de resentimiento, celos y envidia por lo que siente como una exclusión de los padres.
Esta manera de refugiarse y de buscarse en los dominios más exteriores y superficiales de la vivencia de sí mismo, aporta, a mi entender, una nueva comprensión acerca de la extroversión histérica. Al extrovertirse, al verterse hacia fuera, el PH se experimenta en los dominios más externos de la autoexperiencia. Se puede decir que el PH se extrovierte –se vierte hacia fuera– porque trata de externalizar su drama y su conflictiva interna. Huye de su mundo interno, y se refugia en la realidad externa, que tratará de manipular al servicio de sus necesidades defensivas, buscando una realidad aparente que apoye su negación.
El PH se vive en la exterioridad porque es allá donde está el presente. Se vuelca en el presente porque no quiere sufrir de reminiscencias. Utiliza las vivencias presentes para negar las vivencias pasadas, de la misma manera que utiliza lo exterior para negar lo interior. Como decía Freud: repite –transfiere– para no recordar. Busca un presente que desmienta el pasado, sin darse cuenta de que repite ese pasado.
Vive en la exterioridad porque allá está el objeto. El PH depende del objeto externo; no le sirven sus objetos internos. No es capaz de estar solo: necesita al otro para representarse (Mijolla, 2003), para reconocerse, para contenerse, para descargar sus ansiedades. El PH se vive en la exterioridad porque es allí –fuera, en la realidad exterior– donde puede tratar de llenar su vacío y hacer frente a su carencia de identidad; porque es allá donde puede percibirse más (Willi, 1993).
Es, por tanto, muy difícil llegar al núcleo de su personalidad, salvar la distancia que pone el PH con ese ámbito de la experiencia del self. Lo cual está relacionado con las dificultades de cambiar que muestran estos pacientes en el análisis, y que remiten a las dificultades de interiorizar.
Es característico del PH, pues, utilizar el dominio más externo de la autoexperiencia para negar el más interno o nuclear; experimentarse más en función de los objetos externos que de los internos: utiliza las relaciones externas para negar las relaciones internas; utilizar las vivencias del presente para negar las vivencias del pasado; las vivencias del cuerpo, para negar las vivencias de la mente; la vivencia del sí mismo en los otros, para negar las vivencias nucleares del sí mismo.
4.3.- El PH en el espacio potencial: la vivencia de sí en el “jugar” histérico
El PH vive pendiente de la reacción que causa en los demás: tratando de controlar la imagen de sí mismo en los demás. Pero ese control lo realiza a través de la acción. Por eso hemos dicho que el PH vive predominantemente en el ámbito interpersonal de la autoexperiencia, es decir, en el ámbito en que uno se vivencia actuando. Como dice R. Riesenberg Malcom (1996), el PH vive volcado en la acción, totalmente identificado con la acción. A través de la acción –manipulando, seduciendo, persuadiendo, impactando– trata de construir una realidad aparente que confirme la negación: trata de construir una realidad defensiva, en la que ocupará el lugar de uno de los padres; trata de construir una imagen aparente –una pseudoidentidad– que los demás le confirmen.
Ese actuar del PH ha sido descrito frecuentemente como un “hacer teatro” y un “jugar” (playing). Si embargo, vale la pena diferenciar la vivencia de la actuación histérica respecto del jugar y la actuación teatral[22].
Para Melanie Klein, nos vinculamos a la realidad a través de la fantasía. Por eso, cuando el niño inhibe la fantasía, pierde la conexión significativa con el mundo. Por eso el niño puede apartarse del mundo externo con el fin de evadir la representación de su mundo interno que allí encuentra (Britton, 2005).
Dicho de otra manera: establecemos contacto con la realidad externa en parte vinculándola con la realidad interna; y establecemos contacto con la realidad interna, vinculándola en parte con la realidad externa.
Esta dialógica entre realidad interna y realidad externa fue desarrollada por Winnicott (1995) a través de la dialógica entre realidad e ilusión[23]. Para Winnicott, ilusión y realidad no solo se contraponen, también se asocian complementándose. Llegamos a la realidad a través de la ilusión, por mediación de la ilusión. Llegamos a la realidad en tanto que la ilusión se hace realidad, en tanto que la madre hace realidad la ilusión del bebé[24].
Winnicott describió un ámbito de la experiencia en que esa dialógica entre realidad e ilusión se da de una forma privilegiada. Un ámbito en que la realidad interna y la realidad externa se encuentran, se reconcilian y se comunican. Ese ámbito Winnicott lo llamaba el espacio potencial. Es el espacio para el juego, la zona del objeto y los fenómenos transicionales, el espacio analítico, la zona de la experiencia cultural y de la creatividad (Ogden, 1986). Es el espacio en el que rige el simbolismo: la realidad en tanto que símbolo de la subjetividad, la realidad recreada subjetivamante.
En ese ámbito, la realidad se hace ilusión y la ilusión realidad; en ese ámbito se puede transitar de la realidad subjetiva a la realidad compartida. Fantasía y realidad se unen para separase[25], se unen para transitar de una a otra, para iluminarse mutuamente. Y de ese encuentro, el sujeto sale conociéndose mejor a sí mismo y conociendo mejor la realidad. El sujeto va descubriendo su subjetividad en tanto que experimenta con la realidad externa; o si se quiere, se experimenta a sí mismo al tiempo que descubre la realidad externa. Y eso es lo que pasa en el juego. A través del juego, el niño conoce la realidad externa, al tiempo que va conociéndose a sí mismo a través de la externalización de las fantasías de su mundo interno.
Caper (1996) ha comparado el juego con la indagación que el bebé hace del cuerpo y la mente de la madre. A través de esa indagación, el bebé no solo va conociendo a la madre, sino que se va conociendo a sí mismo. Mediante sus proyecciones, el bebé explora otras mentes, a través de sus reacciones; proyectando un estado mental en la mente del objeto, aprende algo acerca de la mente del objeto y de su propia proyección. De esta manera, podríamos decir, el bebé juega con la madre. Y de manera análoga, el analizando “juega” con el psicoanalista: el paciente en análisis proyecta aspectos de su mundo interno en el analista, explorando así la naturaleza de aquel aspecto de su realidad interna que está proyectando en él (Caper, 1996).
Ahora bien, la capacidad de experimentar –de jugar– requiere que la realidad interna y externa se mantengan suficientemente separadas en nuestra mente. Solo así se puede usar una para examinar la otra, contrastar una con la otra. En el ámbito relacional, cuando dicha separación no es suficiente, se sienten las proyecciones alterando omnipotentemente la mente del objeto. Y a su vez, el sujeto siente que la mente del objeto externo puede invadir, controlar y alterar su propia mente (Caper, 1996).
Para comprender las dificultades de muchos pacientes –entre ellos los PH– de “jugar” y experimentar con la realidad, es importante tener en cuenta, tal como recuerda Caper (1996), que la capacidad de jugar y experimentar con la realidad –de escudriñarla con preguntas y proyecciones– depende del grado con el que se ha aceptado una pareja parental interna cuya sexualidad es placentera, creativa y no destructiva. La capacidad para experimentar con la naturaleza requiere que uno pueda penetrar activamente los objetos sin sentir que se está cometiendo una invasión destructiva. Esto supone tener un padre interno sexual cuya actividad es una penetración que ayuda y que no destruye. “Proyectar en los objetos externos sin sentir que uno se está arriesgando a que ocurra un desastre o que uno se está apoderando de ellos, es como ser un padre sexual que puede penetrar a la madre sin dañarla.” Y añade Caper: “Un yo que está normalmente vinculado con la realidad (…) es como una madre vinculada sexualmente a un padre de manera placentera y creativa. Un yo así es capaz de permitirse ser penetrado por la realidad y prosperar y crecer a partir de la penetración, más que sentirse humillado por la misma” (Caper, 1996).
Dicho de otra manera: la capacidad de experimentar con la realidad –de experimentarse experimentando, de reconocerse conociendo– requiere la elaboración del conflicto edípico, es decir, el reconocimiento de la relación sexual de los padres como un hecho autónomo de los propios deseos, lo que supone aceptar los límites de la propia omnipotencia. “Si el complejo de Edipo no es resuelto en forma adecuada, la creencia en la omnipotencia persiste en forma muy importante y el yo no podrá experimentar con la realidad, ya que sentirá que sus fantasías son demasiado poderosas para jugar con seguridad” (Caper, 1996).
Y es que no se puede jugar sin seguridad: preocupado por la propia supervivencia (ya sea real o psíquica), esforzándose por dar sentido al caos que a uno le envuelve o luchando por tratar de adquirir el sentido de existir (Golom, 1998). Jugar requiere una seguridad que remite a la que proporciona una pareja de padres unidos en intercambio mutuamente beneficioso, manteniendo cada uno su autonomía.
A partir de lo anterior podemos destacar las importantes diferencias que separan el actuar del PH –la actuación histérica, que puede aparentar un jugar– de la auténtica actividad de jugar.
La actuación histérica, el “jugar” histérico, no es una actividad de mediación entre el conocimiento de sí y el conocimiento de la realidad externa (de los otros); es una actividad al servicio de la negación. A diferencia del jugar, el “jugar” del histérico construye una realidad ilusoria al servicio de una subjetividad ilusoria, en tanto que se niega parte de la realidad psíquica. El PH trata de (con)fundir ilusión y realidad, creando una realidad ilusoria al servicio de la negación. De esta manera, el espacio transicional deviene refugio psíquico (Steiner, 1994; Britton, 1999).
Con el PH, existe siempre el riesgo de que el análisis devenga un refugio psíquico en el que pueda cultivar la ilusión de que está en la otra habitación, la ilusión de que tiene una relación secreta y especial con el analista. Y existe siempre el riesgo de que el juego del psicoanálisis de paso a la colusión.
El PH aparenta jugar, pero no juega: manipula. En su “jugar” predomina el control omnipotente y no hay espacio para lo imprevisible, para lo nuevo: el objeto debe cumplir el papel asignado. Como en el “juego” perverso, no hay creación, hay compulsión. No puede dejar de “jugar” porque en esa negación se “juega” ser o no ser. Como dice Schaeffer (1998), “a pesar de su apariencia erótica”, se trata de un juego de vida o muerte “movido por una necesidad de cohesión narcisista, de lucha antidepresiva” (J. Schaeffer, 1998). El PH “juega” a ser uno de los miembros de la pareja feliz, de la pareja originaria que tiene en su mente. “Juega” a estar en “la otra habitación”. “Juega” a tener un lugar en la propia escena primaria imaginada, “creando una ilusión con la finalidad de protegerse de los celos y de la envidia que son intrínsecos a la situación edípica” (Britton, 2005). “Juega” a que “todo va bien y ella es ideal para los otros”(Brenman, 1985).
El PH no solo intenta construir una realidad a la medida de su ilusión: construye, a través de la acción, una realidad aparente al servicio de la ilusión que sobre sí mismo trata de mantener. Trata de construir una ilusión compartida, haciendo de su ilusión, la ilusión del otro, de los otros. Se puede decir que coloniza con su ilusión la realidad compartida. Es decir, trata de construir una colusión. Y esto es lo que caracteriza al PH: no jugar, sino co-ludir. El PH incluye e implica al otro en su propio juego, en su propia ilusión: introduce a los otros en su espacio transicional. Es que necesita –depende– de los otros para construir su “juego”. Necesita jugar con los otros.
El PH necesita de la ilusión del otro para ilusionarse a sí mismo. No solo se ilusiona ilusionando. Pone en el otro su anhelo de plenitud y le ofrece una promesa de satisfacción: aquello a lo que aspira es lo que promete al otro. Es decir, a través de la seducción y de la persuasión induce en el otro la promesa de una relación ideal: la promesa de recrear la pareja ideal de su fantasía; la promesa de posesión de un objeto ideal –él/ella mismo/a– con el que poder fusionarse.
Ese actuar del PH ha sido descrito frecuentemente como un “hacer teatro” y un “jugar” (playing). Si embargo, vale la pena diferenciar la vivencia de la actuación histérica respecto del jugar y la actuación teatral[22].
Para Melanie Klein, nos vinculamos a la realidad a través de la fantasía. Por eso, cuando el niño inhibe la fantasía, pierde la conexión significativa con el mundo. Por eso el niño puede apartarse del mundo externo con el fin de evadir la representación de su mundo interno que allí encuentra (Britton, 2005).
Dicho de otra manera: establecemos contacto con la realidad externa en parte vinculándola con la realidad interna; y establecemos contacto con la realidad interna, vinculándola en parte con la realidad externa.
Esta dialógica entre realidad interna y realidad externa fue desarrollada por Winnicott (1995) a través de la dialógica entre realidad e ilusión[23]. Para Winnicott, ilusión y realidad no solo se contraponen, también se asocian complementándose. Llegamos a la realidad a través de la ilusión, por mediación de la ilusión. Llegamos a la realidad en tanto que la ilusión se hace realidad, en tanto que la madre hace realidad la ilusión del bebé[24].
Winnicott describió un ámbito de la experiencia en que esa dialógica entre realidad e ilusión se da de una forma privilegiada. Un ámbito en que la realidad interna y la realidad externa se encuentran, se reconcilian y se comunican. Ese ámbito Winnicott lo llamaba el espacio potencial. Es el espacio para el juego, la zona del objeto y los fenómenos transicionales, el espacio analítico, la zona de la experiencia cultural y de la creatividad (Ogden, 1986). Es el espacio en el que rige el simbolismo: la realidad en tanto que símbolo de la subjetividad, la realidad recreada subjetivamante.
En ese ámbito, la realidad se hace ilusión y la ilusión realidad; en ese ámbito se puede transitar de la realidad subjetiva a la realidad compartida. Fantasía y realidad se unen para separase[25], se unen para transitar de una a otra, para iluminarse mutuamente. Y de ese encuentro, el sujeto sale conociéndose mejor a sí mismo y conociendo mejor la realidad. El sujeto va descubriendo su subjetividad en tanto que experimenta con la realidad externa; o si se quiere, se experimenta a sí mismo al tiempo que descubre la realidad externa. Y eso es lo que pasa en el juego. A través del juego, el niño conoce la realidad externa, al tiempo que va conociéndose a sí mismo a través de la externalización de las fantasías de su mundo interno.
Caper (1996) ha comparado el juego con la indagación que el bebé hace del cuerpo y la mente de la madre. A través de esa indagación, el bebé no solo va conociendo a la madre, sino que se va conociendo a sí mismo. Mediante sus proyecciones, el bebé explora otras mentes, a través de sus reacciones; proyectando un estado mental en la mente del objeto, aprende algo acerca de la mente del objeto y de su propia proyección. De esta manera, podríamos decir, el bebé juega con la madre. Y de manera análoga, el analizando “juega” con el psicoanalista: el paciente en análisis proyecta aspectos de su mundo interno en el analista, explorando así la naturaleza de aquel aspecto de su realidad interna que está proyectando en él (Caper, 1996).
Ahora bien, la capacidad de experimentar –de jugar– requiere que la realidad interna y externa se mantengan suficientemente separadas en nuestra mente. Solo así se puede usar una para examinar la otra, contrastar una con la otra. En el ámbito relacional, cuando dicha separación no es suficiente, se sienten las proyecciones alterando omnipotentemente la mente del objeto. Y a su vez, el sujeto siente que la mente del objeto externo puede invadir, controlar y alterar su propia mente (Caper, 1996).
Para comprender las dificultades de muchos pacientes –entre ellos los PH– de “jugar” y experimentar con la realidad, es importante tener en cuenta, tal como recuerda Caper (1996), que la capacidad de jugar y experimentar con la realidad –de escudriñarla con preguntas y proyecciones– depende del grado con el que se ha aceptado una pareja parental interna cuya sexualidad es placentera, creativa y no destructiva. La capacidad para experimentar con la naturaleza requiere que uno pueda penetrar activamente los objetos sin sentir que se está cometiendo una invasión destructiva. Esto supone tener un padre interno sexual cuya actividad es una penetración que ayuda y que no destruye. “Proyectar en los objetos externos sin sentir que uno se está arriesgando a que ocurra un desastre o que uno se está apoderando de ellos, es como ser un padre sexual que puede penetrar a la madre sin dañarla.” Y añade Caper: “Un yo que está normalmente vinculado con la realidad (…) es como una madre vinculada sexualmente a un padre de manera placentera y creativa. Un yo así es capaz de permitirse ser penetrado por la realidad y prosperar y crecer a partir de la penetración, más que sentirse humillado por la misma” (Caper, 1996).
Dicho de otra manera: la capacidad de experimentar con la realidad –de experimentarse experimentando, de reconocerse conociendo– requiere la elaboración del conflicto edípico, es decir, el reconocimiento de la relación sexual de los padres como un hecho autónomo de los propios deseos, lo que supone aceptar los límites de la propia omnipotencia. “Si el complejo de Edipo no es resuelto en forma adecuada, la creencia en la omnipotencia persiste en forma muy importante y el yo no podrá experimentar con la realidad, ya que sentirá que sus fantasías son demasiado poderosas para jugar con seguridad” (Caper, 1996).
Y es que no se puede jugar sin seguridad: preocupado por la propia supervivencia (ya sea real o psíquica), esforzándose por dar sentido al caos que a uno le envuelve o luchando por tratar de adquirir el sentido de existir (Golom, 1998). Jugar requiere una seguridad que remite a la que proporciona una pareja de padres unidos en intercambio mutuamente beneficioso, manteniendo cada uno su autonomía.
A partir de lo anterior podemos destacar las importantes diferencias que separan el actuar del PH –la actuación histérica, que puede aparentar un jugar– de la auténtica actividad de jugar.
La actuación histérica, el “jugar” histérico, no es una actividad de mediación entre el conocimiento de sí y el conocimiento de la realidad externa (de los otros); es una actividad al servicio de la negación. A diferencia del jugar, el “jugar” del histérico construye una realidad ilusoria al servicio de una subjetividad ilusoria, en tanto que se niega parte de la realidad psíquica. El PH trata de (con)fundir ilusión y realidad, creando una realidad ilusoria al servicio de la negación. De esta manera, el espacio transicional deviene refugio psíquico (Steiner, 1994; Britton, 1999).
Con el PH, existe siempre el riesgo de que el análisis devenga un refugio psíquico en el que pueda cultivar la ilusión de que está en la otra habitación, la ilusión de que tiene una relación secreta y especial con el analista. Y existe siempre el riesgo de que el juego del psicoanálisis de paso a la colusión.
El PH aparenta jugar, pero no juega: manipula. En su “jugar” predomina el control omnipotente y no hay espacio para lo imprevisible, para lo nuevo: el objeto debe cumplir el papel asignado. Como en el “juego” perverso, no hay creación, hay compulsión. No puede dejar de “jugar” porque en esa negación se “juega” ser o no ser. Como dice Schaeffer (1998), “a pesar de su apariencia erótica”, se trata de un juego de vida o muerte “movido por una necesidad de cohesión narcisista, de lucha antidepresiva” (J. Schaeffer, 1998). El PH “juega” a ser uno de los miembros de la pareja feliz, de la pareja originaria que tiene en su mente. “Juega” a estar en “la otra habitación”. “Juega” a tener un lugar en la propia escena primaria imaginada, “creando una ilusión con la finalidad de protegerse de los celos y de la envidia que son intrínsecos a la situación edípica” (Britton, 2005). “Juega” a que “todo va bien y ella es ideal para los otros”(Brenman, 1985).
El PH no solo intenta construir una realidad a la medida de su ilusión: construye, a través de la acción, una realidad aparente al servicio de la ilusión que sobre sí mismo trata de mantener. Trata de construir una ilusión compartida, haciendo de su ilusión, la ilusión del otro, de los otros. Se puede decir que coloniza con su ilusión la realidad compartida. Es decir, trata de construir una colusión. Y esto es lo que caracteriza al PH: no jugar, sino co-ludir. El PH incluye e implica al otro en su propio juego, en su propia ilusión: introduce a los otros en su espacio transicional. Es que necesita –depende– de los otros para construir su “juego”. Necesita jugar con los otros.
El PH necesita de la ilusión del otro para ilusionarse a sí mismo. No solo se ilusiona ilusionando. Pone en el otro su anhelo de plenitud y le ofrece una promesa de satisfacción: aquello a lo que aspira es lo que promete al otro. Es decir, a través de la seducción y de la persuasión induce en el otro la promesa de una relación ideal: la promesa de recrear la pareja ideal de su fantasía; la promesa de posesión de un objeto ideal –él/ella mismo/a– con el que poder fusionarse.
4.4.- El teatro del paciente histérico
A menudo, para describir la manera en que el PH se vive actuando, fabricando una vivencia del sí mismo, se ha recurrido a la comparación con el actor teatral.
La comparación del PH con el actor –o con el mal actor– fue criticada hace ya tiempo por Jean Recamier (1952). Si el actor transfigura, recreándolas, sus propias emociones, el histérico las desfigura, convirtiéndolas en caricaturas, de manera que se distancia de la experiencia emocional y desvirtúa su significado. Reisenberg Malcom (1996), basándose en la transformación en hipérbole de Bion, abundó en este aspecto.
En efecto, al PH se le describe falso, poco auténtico, representando un papel: un mal actor que actúa con un exceso de dramatización, de exageración. Es que el paciente necesita que se le reconozca una emoción y adopta la exageración para conseguir su objetivo. Como dice Riesenberg Malcom (1996), la conducta hiperbólica permite al paciente distanciarse del significado original de lo que sucede en su mente y parece unir sus diferentes emociones y conflictos. Esta exageración de la experiencia total, separada del self del paciente, es depositada sobre un escenario donde la actuación parece tener lugar y de la cual la paciente puede distanciarse sin perder completamente el contacto con ella.
También se ha comparado el actuar del PH con el de un mal actor en tanto que identificándose con el deseo del otro trata de interpretar el personaje que imagina que el otro desea que sea. Se puede decir que el histérico es un mal actor en tanto que trata de crear un personaje a partir de una identificación superficial. La identificación histérica no se basa en la identificación empática con un objeto real; no es una identificación introyectiva. Se trata de una identificación proyectiva que suelen ser del tipo “objeto total”, no con un objeto real, sino con un objeto de la fantasía y que se da en un proceso plástico, que cambia con facilidad camaleónica (Brenman, 1985). Se trata de una identificación con “ideales”, no con personas. Todo ello hace que la identificación histérica tenga el aspecto de una mala actuación: una mala imitación.
Así, por ejemplo, se identifica con la “mujer enamorada”. La PH está enamorada del amor pero tiene miedo de amar. El amor al que aspira la PH es un amor narcisista: un amor fusional, total, que ofrece la plenitud. Pero esa imagen del amor lleva en sí la amenaza de la destrucción: la locura, la muerte, el incesto, la envidia de los demás, la disolución, la verificación de la propia inconsistencia. Tiene miedo también a que la conozcan profundamente; a que puedan descubrir sus carencias, su “vacío interior”. Y como no puede amar, imita el ideal del amor –el amor ideal–, en un simulacro de enamoramiento fantástico que trata de confundir con la plenitud que busca. El teatro del amor, el juego del amor, la caricatura del amor, sustituyen entonces al verdadero amor. Este simulacro del amor puede acompañarse de un simulacro de la genitalidad. Cuando puede tener relaciones sexuales –y puede presentar tanto inhibición sexual, como hipersexualidad– se trata más bien de actos de autoafirmación, actos en los que no disfruta. En la PH hay una pseudogenitalidad, como hay un pseudoamor; lo que parece amor, es narcisismo. No solo es incapaz de amar sino que, como dice Brenman (1985), no son capaces de recibir amor en forma de ayuda; exigen amor para el sí-mismo omnipotente y falso.
Y de la misma manera que hay un “teatro” y un “juego” del amor, hay un “teatro” y un “juego” del psicoanálisis; de la misma manera que interpreta el papel de enamorada, también puede interpretar el de analizanda.
De hecho, como dice Resnik (1992), más que actor, el PH se asemeja al director teatral o de escena (metteur en scène) que –omnipotente– distribuye o impone los roles a los personajes del elenco. Los histéricos han llegado a conocer a fondo el “arte” de perturbar a la gente y hacerlos actuar según sus deseos. En la escena, esto aparece bajo la forma de volver locos a todos o de hacerlos sentir culpables. Esta es la manera en que se libra de la angustia intolerable volcándola en otras personas a través de una identificación proyectiva eficaz[26] (Resnik, 1992).
En tanto que ese actuar es eficaz, el PH cultiva el sentimiento de omnipotencia, de triunfo, al que es adicto. La fascinación, la ilusión y la excitación que suscita alimentan la excitación, la fascinación y la ilusión respecto de sí mismo. El PH vive fascinado por su capacidad de fascinar; seducido por su capacidad de seducir; ilusionado por su capacidad de ilusionar; excitado por su capacidad de excitar.
Es característico del PH su habilidad para involucrar a los demás en su particular “teatro privado” –según la expresión de Anna O.–. Es decir, el PH induce a los demás a participar en sus propias fantasías (Fenichel, 1982), convirtiéndolos en comparsas de escenas en la que ella siempre ocupa el centro. A través de la identificación proyectiva patológica el sujeto fuerza a otra persona a desempeñar un papel en su fantasía inconscientemente externalizada (Ogden, 1986). Invadiendo la mente de los demás, construye una realidad relacional sobre la que basa la experiencia de sí mismo y de los otros. A menudo, la identificación proyectiva patológica del PH es tan eficaz que le permite obtener la confirmación por parte de los demás de esa ilusión que construye acerca de sí mismo. El análisis de un PH es, más que otros, un proceso de desilusión y de diferenciación, en la que el analista pone límites a la ilusión omnipotente del PH, en tanto que puede evitar la contraidentificación proyectiva, es decir, comprender el papel que éste le adjudica e interpretarle (en sentido psicoanalítico).
Constructor de una apariencia real, pero falsa, actor que interpreta un personaje, el PH sospecha el carácter engañoso de toda apariencia. Para él, nada es lo que parece. Ello incluye, por supuesto, al análisis y al analista. Aparentemente, el analista está escuchándole e interpretándole, ayudándole, pero en realidad está seduciéndole, manipulándole, buscando gratificaciones narcisistas; está interpretando el papel de buen analista. Proyecta, pues, en el analista su narcisismo, sus intentos de instrumentalizar las relaciones (Echevarría, 2000): también el analista estaría haciendo teatro, interpretando un papel. Esta creencia, más o menos disociada, puede implicar en ocasiones una verdadera reversión de la perspectiva.
La comparación del PH con el actor –o con el mal actor– fue criticada hace ya tiempo por Jean Recamier (1952). Si el actor transfigura, recreándolas, sus propias emociones, el histérico las desfigura, convirtiéndolas en caricaturas, de manera que se distancia de la experiencia emocional y desvirtúa su significado. Reisenberg Malcom (1996), basándose en la transformación en hipérbole de Bion, abundó en este aspecto.
En efecto, al PH se le describe falso, poco auténtico, representando un papel: un mal actor que actúa con un exceso de dramatización, de exageración. Es que el paciente necesita que se le reconozca una emoción y adopta la exageración para conseguir su objetivo. Como dice Riesenberg Malcom (1996), la conducta hiperbólica permite al paciente distanciarse del significado original de lo que sucede en su mente y parece unir sus diferentes emociones y conflictos. Esta exageración de la experiencia total, separada del self del paciente, es depositada sobre un escenario donde la actuación parece tener lugar y de la cual la paciente puede distanciarse sin perder completamente el contacto con ella.
También se ha comparado el actuar del PH con el de un mal actor en tanto que identificándose con el deseo del otro trata de interpretar el personaje que imagina que el otro desea que sea. Se puede decir que el histérico es un mal actor en tanto que trata de crear un personaje a partir de una identificación superficial. La identificación histérica no se basa en la identificación empática con un objeto real; no es una identificación introyectiva. Se trata de una identificación proyectiva que suelen ser del tipo “objeto total”, no con un objeto real, sino con un objeto de la fantasía y que se da en un proceso plástico, que cambia con facilidad camaleónica (Brenman, 1985). Se trata de una identificación con “ideales”, no con personas. Todo ello hace que la identificación histérica tenga el aspecto de una mala actuación: una mala imitación.
Así, por ejemplo, se identifica con la “mujer enamorada”. La PH está enamorada del amor pero tiene miedo de amar. El amor al que aspira la PH es un amor narcisista: un amor fusional, total, que ofrece la plenitud. Pero esa imagen del amor lleva en sí la amenaza de la destrucción: la locura, la muerte, el incesto, la envidia de los demás, la disolución, la verificación de la propia inconsistencia. Tiene miedo también a que la conozcan profundamente; a que puedan descubrir sus carencias, su “vacío interior”. Y como no puede amar, imita el ideal del amor –el amor ideal–, en un simulacro de enamoramiento fantástico que trata de confundir con la plenitud que busca. El teatro del amor, el juego del amor, la caricatura del amor, sustituyen entonces al verdadero amor. Este simulacro del amor puede acompañarse de un simulacro de la genitalidad. Cuando puede tener relaciones sexuales –y puede presentar tanto inhibición sexual, como hipersexualidad– se trata más bien de actos de autoafirmación, actos en los que no disfruta. En la PH hay una pseudogenitalidad, como hay un pseudoamor; lo que parece amor, es narcisismo. No solo es incapaz de amar sino que, como dice Brenman (1985), no son capaces de recibir amor en forma de ayuda; exigen amor para el sí-mismo omnipotente y falso.
Y de la misma manera que hay un “teatro” y un “juego” del amor, hay un “teatro” y un “juego” del psicoanálisis; de la misma manera que interpreta el papel de enamorada, también puede interpretar el de analizanda.
De hecho, como dice Resnik (1992), más que actor, el PH se asemeja al director teatral o de escena (metteur en scène) que –omnipotente– distribuye o impone los roles a los personajes del elenco. Los histéricos han llegado a conocer a fondo el “arte” de perturbar a la gente y hacerlos actuar según sus deseos. En la escena, esto aparece bajo la forma de volver locos a todos o de hacerlos sentir culpables. Esta es la manera en que se libra de la angustia intolerable volcándola en otras personas a través de una identificación proyectiva eficaz[26] (Resnik, 1992).
En tanto que ese actuar es eficaz, el PH cultiva el sentimiento de omnipotencia, de triunfo, al que es adicto. La fascinación, la ilusión y la excitación que suscita alimentan la excitación, la fascinación y la ilusión respecto de sí mismo. El PH vive fascinado por su capacidad de fascinar; seducido por su capacidad de seducir; ilusionado por su capacidad de ilusionar; excitado por su capacidad de excitar.
Es característico del PH su habilidad para involucrar a los demás en su particular “teatro privado” –según la expresión de Anna O.–. Es decir, el PH induce a los demás a participar en sus propias fantasías (Fenichel, 1982), convirtiéndolos en comparsas de escenas en la que ella siempre ocupa el centro. A través de la identificación proyectiva patológica el sujeto fuerza a otra persona a desempeñar un papel en su fantasía inconscientemente externalizada (Ogden, 1986). Invadiendo la mente de los demás, construye una realidad relacional sobre la que basa la experiencia de sí mismo y de los otros. A menudo, la identificación proyectiva patológica del PH es tan eficaz que le permite obtener la confirmación por parte de los demás de esa ilusión que construye acerca de sí mismo. El análisis de un PH es, más que otros, un proceso de desilusión y de diferenciación, en la que el analista pone límites a la ilusión omnipotente del PH, en tanto que puede evitar la contraidentificación proyectiva, es decir, comprender el papel que éste le adjudica e interpretarle (en sentido psicoanalítico).
Constructor de una apariencia real, pero falsa, actor que interpreta un personaje, el PH sospecha el carácter engañoso de toda apariencia. Para él, nada es lo que parece. Ello incluye, por supuesto, al análisis y al analista. Aparentemente, el analista está escuchándole e interpretándole, ayudándole, pero en realidad está seduciéndole, manipulándole, buscando gratificaciones narcisistas; está interpretando el papel de buen analista. Proyecta, pues, en el analista su narcisismo, sus intentos de instrumentalizar las relaciones (Echevarría, 2000): también el analista estaría haciendo teatro, interpretando un papel. Esta creencia, más o menos disociada, puede implicar en ocasiones una verdadera reversión de la perspectiva.
5.- La identificación y la disociación. La histeria como patología de la identidad.
La vivencia del sí mismo del paciente histérico se basa en la negación y en un tipo característico de identificación: una identificación superficial –basada en la fantasía–, cambiante, múltiple. Una identificación que se pone al servicio de la negación. Si, como dice Robert Caper (1999), la identificación es un intento de ser lo que uno no es, la identificación histérica es un intento de ser lo que uno no es, para negar lo que se es. Y en tanto que la identificación histérica se pone al servicio de la negación, y reclama el reconocimiento y la confirmación por parte del otro, el PH no solo desarrolla una falsa vivencia del sí mismo (falso self), sino que trata de hacer de ella una identidad: más propiamente, una pseudoidentidad.
Así pues, a través de la identificación, el PH trata de ser lo que no es y de no llegar a ser el que es. El PH construye una pseudoidentidad o un falso self basados en identificaciones superficiales (con objetos de la fantasía) que el paciente histérico escoge en función de la situación y de los interlocutores del momento. Se puede decir que el PH trata de imponer un guión cuyo argumento –y el papel que se asigna– cambia en función de los personajes disponibles en cada momento y de las circunstancias, pero en el que siempre hay un elemento común: él ocupa el centro de la escena. Hay, pues, una continua redefinición de su identidad en la que las contradicciones no importan. Las sucesivas identificaciones pueden ser contradictorias, porque tienen un papel instrumental circunstancial (Echevarría, 2000). En los casos más graves, cuando estos cambios de guión y de definición del self adquieren una intensidad y una rapidez grandes, el PH pierde el sentimiento de continuidad del self. Puede pasar entonces que el PH guarde un pobre recuerdo de sus actos y que en ocasiones diga que fueron como producidos por “algún otro”” (Gabbard, 2002). La manifestación más extrema de este tipo de disociación la observamos en los pacientes diagnosticados de Trastorno disociativo de la identidad, en quienes la escisión mantiene separadas las distintas representaciones del self, y la represión impide con frecuencia a la personalidad primaria recordar esas distintas representaciones del self.
La patología de la identidad se desarrolla cuando el niño no recibe reconocimiento y aceptación de manera constante y suficiente por parte de las figuras primigenias. Así también en la histeria: la madre histerógena, a menudo deprimida o enferma, es una madre que no reconoce o que no acepta suficientemente. Por eso, en el PH se observa una búsqueda desesperada de reconocimiento y de aceptación. Por eso no puede confiar en que el otro se hará cargo de sus necesidades y revive en la trasferencia la madre fría e insensible de la infancia. Ese es uno de los motivos por los que recurre a la exageración de sus problemas, a la dramatización de sus expresiones, a la hipérbole. Así, en el análisis, trata de impactar al analista por todos los medios (Riesenberg, 1996). Pero detrás de la exageración y de sus deseos de impactar, hay una desesperación genuina: el temor a no ser comprendido, la imperiosa necesidad de que alguien se haga cargo de la catástrofe que le amenaza (Brenman, 1985).
También es frecuente que el PH internalize la imagen que “fantasea” que la madre tiene de él: frecuentemente una imagen de alguien poco estimulante, poco estimable; una imagen que trata de desmentir a toda costa. “El niño –decía Loewald–, al internalizar aspectos parentales, también internaliza la imagen que los padres tienen de él –una imagen transmitida al niño a partir de las mil maneras diferentes de ser manejado corporal y emocionalmente. La identificación temprana como parte del desarrollo del yo, construida mediante la introyección de aspectos maternales, incluye la introyección de la imagen que la madre tiene del niño. Parte de lo introyectado es la imagen del niño tal como es visto, sentido, olido, escuchado, tocado por la madre” (cit. por S. Stern, 2003). En el PH no se han dado suficientemente las experiencias de “reconocimiento”, los “momentos de encuentro” que apuntalan el sentido de la identidad: cuando los estados internos son reconocidos y respondidos empáticamente por los otros significativos mediante procesos de influencia y regulación mutuas. No se han dado las experiencias de “conocerse a uno mismo como uno es conocido” (Sander; cit. por Stern, 2003). La consecuencia es que las identificaciones que se forman alienan al niño en tanto que no tienen en cuenta su propia realidad y anulan sus capacidades para relacionarse con el mundo externo sobre la base de una experiencia del self auténtica[27] (Stern, 2003). Allí reside la raíz de la necesidad del PH de recurrir a la identificación histérica, su intento imposible de construir una identidad basada en la negación y en la multiplicidad.
Así pues, a través de la identificación, el PH trata de ser lo que no es y de no llegar a ser el que es. El PH construye una pseudoidentidad o un falso self basados en identificaciones superficiales (con objetos de la fantasía) que el paciente histérico escoge en función de la situación y de los interlocutores del momento. Se puede decir que el PH trata de imponer un guión cuyo argumento –y el papel que se asigna– cambia en función de los personajes disponibles en cada momento y de las circunstancias, pero en el que siempre hay un elemento común: él ocupa el centro de la escena. Hay, pues, una continua redefinición de su identidad en la que las contradicciones no importan. Las sucesivas identificaciones pueden ser contradictorias, porque tienen un papel instrumental circunstancial (Echevarría, 2000). En los casos más graves, cuando estos cambios de guión y de definición del self adquieren una intensidad y una rapidez grandes, el PH pierde el sentimiento de continuidad del self. Puede pasar entonces que el PH guarde un pobre recuerdo de sus actos y que en ocasiones diga que fueron como producidos por “algún otro”” (Gabbard, 2002). La manifestación más extrema de este tipo de disociación la observamos en los pacientes diagnosticados de Trastorno disociativo de la identidad, en quienes la escisión mantiene separadas las distintas representaciones del self, y la represión impide con frecuencia a la personalidad primaria recordar esas distintas representaciones del self.
La patología de la identidad se desarrolla cuando el niño no recibe reconocimiento y aceptación de manera constante y suficiente por parte de las figuras primigenias. Así también en la histeria: la madre histerógena, a menudo deprimida o enferma, es una madre que no reconoce o que no acepta suficientemente. Por eso, en el PH se observa una búsqueda desesperada de reconocimiento y de aceptación. Por eso no puede confiar en que el otro se hará cargo de sus necesidades y revive en la trasferencia la madre fría e insensible de la infancia. Ese es uno de los motivos por los que recurre a la exageración de sus problemas, a la dramatización de sus expresiones, a la hipérbole. Así, en el análisis, trata de impactar al analista por todos los medios (Riesenberg, 1996). Pero detrás de la exageración y de sus deseos de impactar, hay una desesperación genuina: el temor a no ser comprendido, la imperiosa necesidad de que alguien se haga cargo de la catástrofe que le amenaza (Brenman, 1985).
También es frecuente que el PH internalize la imagen que “fantasea” que la madre tiene de él: frecuentemente una imagen de alguien poco estimulante, poco estimable; una imagen que trata de desmentir a toda costa. “El niño –decía Loewald–, al internalizar aspectos parentales, también internaliza la imagen que los padres tienen de él –una imagen transmitida al niño a partir de las mil maneras diferentes de ser manejado corporal y emocionalmente. La identificación temprana como parte del desarrollo del yo, construida mediante la introyección de aspectos maternales, incluye la introyección de la imagen que la madre tiene del niño. Parte de lo introyectado es la imagen del niño tal como es visto, sentido, olido, escuchado, tocado por la madre” (cit. por S. Stern, 2003). En el PH no se han dado suficientemente las experiencias de “reconocimiento”, los “momentos de encuentro” que apuntalan el sentido de la identidad: cuando los estados internos son reconocidos y respondidos empáticamente por los otros significativos mediante procesos de influencia y regulación mutuas. No se han dado las experiencias de “conocerse a uno mismo como uno es conocido” (Sander; cit. por Stern, 2003). La consecuencia es que las identificaciones que se forman alienan al niño en tanto que no tienen en cuenta su propia realidad y anulan sus capacidades para relacionarse con el mundo externo sobre la base de una experiencia del self auténtica[27] (Stern, 2003). Allí reside la raíz de la necesidad del PH de recurrir a la identificación histérica, su intento imposible de construir una identidad basada en la negación y en la multiplicidad.
[1] En su Psicopatología general (1913/1993), Karl Jaspers incluyó la histeria entre los “caracteres reflexivos”: aquellas formaciones de carácter “que se desarrollaron por la conciencia de sí, la atención a la propia existencia, el propósito de un querer ser así” (Jaspers, 1913/1993). Se puede entender este trabajo como un intento de elucidar psicoanalíticamente la conciencia de sí y el querer ser del paciente histérico.
[2] Este contenido experiencial es el que daba Freud al término alemán Selbst (Kernberg, 1983; McIntosh, 1986).
[3] El self –dice Schafer (1990)– no es una estructura, una organización psíquica dotada de dinamismo y de fuerza, capaz de determinar comportamientos, fantasías y sentimientos. De acuerdo con Roy Schafer, pienso que sí mismo (self) e identidad no son conceptos metapsicológicos y que debemos evitar la reificación de estos conceptos. Por eso prefiero hablar de la vivencia o experiencia del sí mismo, a hablar de “el self”, expresión que facilita dicha reificación.
[4] En este trabajo, pues, no utilizo el término self como sinónimo de personalidad o como sinónimo de yo, como M. Klein. Como se sabe, el concepto de self es utilizado de distintas maneras por los psicoanalistas (Guimón, 1999). Entiendo el self como una entidad primordialmente subjetiva, como vivencia: vivencia de la propia realidad psíquica y personal. Y prefiero hablar de vivencia del self ( o de vivencia del sí mismo, o de sí mismo) que de representación del self (Jacobson, 1969) por la connotación experiencial que tiene el término vivencia.
[5] En todo lo anterior sigo la lección de Jean Laplanche (1988).
[6] El complejo de castración se puede presentar en diversas formas en la experiencia concreta: 1) Yo estoy castrado (sexualmente privado de), yo seré castrado; 2) yo recibiré (deseo recibir) un pene; 3) otra persona está castrada, debe ser (será) castrada; 4) otra persona recibirá un pene (tiene un pene) (Starcke, cit. por Laplanche y Pontalis, 1979).
[7] En efecto, la declinación viene condicionada por la amenaza de castración (en el niño), cuya eficacia depende, por una parte, del interés narcisista que el niño siente por su propio pene, y, por otro, del descubrimiento de la falta de pene en la niña, dejando como heredero al superyó. La niña parte de una conciencia de una carencia (Laplanche, 1988).
[8] Es decir, antes de diferenciar a cada uno de los padres, lo que marca la entrada en el Edipo tardío (y en la posición depresiva), reviste una gran importancia la figura de los padres combinados. Dicha figura combinada formará parte del superyó arcaico: el niño temerá los castigos retaliativos por sus ataques sádicos al vientre de la madre. Para controlar omnipotentemente a los padres combinados e impedir que se destruyan y le destruyan, para defenderse de las ansiedades originadas en estas fantasías de destrucción, el niño desplegará en un primer momento las defensas maníacas (posición maniaca) (Hinshelwood, 1992).
[9] Así lo decía Britton en la discusión posterior a la lectura de su conferencia Sexo y muerte en la histeria, en el Instituto de Psicoanálisis de Barcelona, en el año 2002.
[10] Para Klein y los autores kleinianos, la angustia de castración se subsume en las ansiedades paranoides. Como explica Elsa del Valle, Klein osciló entre homologar todas las ansiedades básicas de ansiedad, aun las más tempranas, con las angustias de castración, y diferenciarlas, reservando estas últimas al complejo edípico. Finalmente, consideró que las primeras situaciones de ansiedad contribuyen al desarrollo de la angustia de castración (Del Valle, 1986).
[11] Como explica D. Birksted-Breen (1996), el pene-como-falo remite a un modo presimbólico de pensamiento en el que impera lo que Hanna Segal llama ecuación simbólica, en el cual, por ejemplo, una mujer cree que su cuerpo es un falo. Por el contrario, el pene-como-vínculo pertenece al área de verdadera simbolización y es internalizado como función: una función estructurante que sostiene el proceso del pensamiento.
[12] De ahí que Fairbairn (1984) dijera que la oralidad del histérico es sexual a la vez que su sexualidad es oral.
[13] El carácter narcisista de la patología histérica se muestra también en las identificaciones histéricas. Como explica André Green (1997), la identificación histérica funciona como una defensa narcisista: de carácter superficial, actúa como un “captor de apariencia”. De una parte, la identificación permite una familiarización asimiladora del objeto: poniéndose en diapasón con el objeto, se borra su alteridad y se prevén los movimientos del otro. De otra parte, amoldándose al modelo presentado por el objeto, se espera hacerse amar por él. “Hay que esconder sus diferencias, sus desacuerdos con él y no mostrarse verdaderamente como se es, para no ser rechazado” (Green, 1997).
[14] “Lo que se conoce como enfermedad del paciente es un sistema de defensas organizadas en relación con ese derrumbe pasado. (…) A menudo el factor ambiental no es un trauma único, sino toda una pauta de influencias distorsionadoras: en realidad, lo opuesto del ambiente facilitador que permite la maduración” (Winnicott, 1964/1981).
[15] Se han dado diversas descripciones de este fracaso. Brenman (1985, 1997) describió una madre histerógena, incapaz de hacer frente a la escalada de demandas del bebé que le engendran una angustia catastrófica aplastante. Éstas no pueden ser contenidas ni transformadas en una actitud de comprensión, provocando una reacción de negación masiva y de falso reconocimiento. La madre ofrece al niño una pseudorrelación, negando las ansiedades catastróficas con falsas tranquilizaciones y sensualidad. El bebé recibe el mensaje de que todo va bien, pero inconscientemente se le da a entender de que se puede producir una catástrofe a la menor perturbación (Brenman, 1985, 1997). Riesenberg Malcom (1996), ha descrito una madre histerógena insensible, incapaz de reconocer y responder a las necesidades del bebé. Ute Rupprecht-Schampera (1997), a su vez, describió una madre simbiótica que obstaculiza el proceso de individuación. Para esta autora, la histeria es la solución defensiva específica de un conflicto precoz entre la madre y la hija. Esta solución defensiva específica asegura el proceso de separación-individuación, comprometido por dicho conflicto. La triangulación edípica se utiliza como una defensa con el fin de establecer una triangulación preedípica precoz y de dominar la verdadera tarea de separación-individuación, es decir, una modalidad aparentemente genital es utilizada para resolver un conflicto propiamente pregenital. Para Masud Khan (1974), las « necesidades del Yo » de la futura histérica no son reconocidas por la madre, y la histérica, durante los años de su infancia, responde a las carencias del maternaje « con un desarrollo sexual precoz ». En la vida adulta, la histérica responderá a la angustia con la sexualización, empleando los aparatos sexuales del yo-cuerpo, en lugar de las relaciones afectivas y de las funciones del Yo.
[16] Cuando el objeto no se presta a cumplir este papel, el PH trata de forzarlo, impactándole de todas las maneras posibles. Otras veces intenta descargar en él la culpa y la angustia, o arrastrarlo a una colusión sadomasoquista.
[17] Así, por ejemplo, cualquier muestra de interés manifestada por un hombre le lleva a imaginar un idilio de película y a creer, a veces con una convicción rayana en lo delirante, que ese hombre estaría dispuesto a dejar a su novia o esposa por ella. De la misma manera, puede utilizar cualquier detalle o cualquier comentario del analista como confirmación de lo deslumbrado que está por ella.
[18] La negación psicótica es negación de la realidad externa: la realidad interna se impone y distorsiona la realidad externa; la negación histérica utiliza la realidad externa como forma de desmentir la realidad interna.
[19] Tenderá a buscar un hombre asexual que no excite ni su complejo de Edipo ni su complejo de castración, sino que más bien suavice estos conflictos (Willi, 1993).
[20] No solo el síntoma, la comunicación hiperbólica del PH es una formación de compromiso entre la necesidad de negar la realidad psíquica y la necesidad de expresar la catástrofe que le amenaza para que alguien se haga cargo de ella.
[21] Las diferentes vivencias de sí mismo pueden ser descritas desde otras perspectivas. Otros autores diferencian entre el self observador y el self que actúa (Riesenberg Malcom (1996); entre el self subjetivo y el self objetivo (Aron, 2004); etc.
[22] Diferencia entre el juego de la actividad de hacer alguna cosa pero que no es juego, del no-juego: actividades que pueden denominarse paso al acto, acting out, juegos, ritual (Golom, 1998).
[23] Como indica Ogden (1986), Winnicott utiliza el término ilusión para referirse a dos tipos de fenómenos. El primero es la ilusión del objeto subjetivo, en donde la respuesta empática de la madre protege al bebé de la prematura toma de conciencia de la diferenciación, a través de la ilusión de unidad. La segunda forma de ilusión es la que llena el espacio potencial, es decir, la forma de ilusión que se encuentra en el juego, donde la vivencia de unidad con la madre y la de separación de ella coexisten en oposición dialéctica.
[24] La madre pone la realidad al servicio de la ilusión. Y eso es lo debe seguir haciendo el sujeto a lo largo de la vida.
[25] El espacio potencial es el campo donde se descansa del esfuerzo de separar realidad interna y externa.
[26] Los pacientes histéricos son más capaces que ciertos psicóticos de transformar y controlar la situación ambiental. El esquizofrénico es incapaz de operar y escindir al ambiente tan eficazmente como el paciente histérico: carece de un yo “fuerte” histérico, estratégico y defensivo (Resnik, 1992).
[27] El bebé se va conociendo y reconociendo en tanto que le conocen y reconocen. Como dice Winnicott (1995), “la madre debe confirmar el sentimiento de existencia, reconociendo lo que el niño siente: sus necesidades. La experiencia que el niño tiene de su realidad interna necesita para hacerse psicológicamente real el reconocimiento de los otros significativos. “Cuando miro me ven, de modo que existo”. También Lacan y Kohut, cada uno de una manera diferente, abundaron en la importancia de esta función de espejeamiento de la madre. Nos conocemos a nosotros mismos a través del conocimiento o reconocimiento de los demás, nos experimentamos a través de la experiencia que los demás tienen de nosotros.
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Resumen
En este artículo se estudia la vivencia del sí mismo y de la identidad del paciente histérico. Me interesa estudiar la relación y la personalidad histéricas desde la perspectiva de las vivencias del sí mismo y de la identidad. Se considera como punto de partida que la personalidad histérica se manifiesta y caracteriza por el predominio de un tipo de relación –la relación histérica– que es tanto una manera de manejar determinados conflictos (de triangulación, narcisistas y de dependencia), como de construir una vivencia del sí mismo y de la propia identidad al servicio de la negación de, por un lado, los sentimientos de carencia y de vacío, y de otro, los sentimientos de celos y envidia que le inundan al paciente histérico cuando se confronta con los conflictos de la triangulación.
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