La ética de la tolerancia: entre el fanatismo y la indiferencia
El valor de la tolerancia desemboca en una disyuntiva ética implícita en su obligado enfrentamiento con el fanatismo que supone la intolerancia a la que adversa, pues en el proceso práctico del establecimiento de la tolerancia, las sociedades propenden, o bien a caer en la indiferencia hacia el otro o, si procuran evitar este desenlace se exponen a desatar el efecto inverso, esto es a generar una nueva forma de fanatismo o de intolerancia. Aunque este dilema parece inexorable, no lo es. La posibilidad de una vía alternativa emerge desde la ética mínima de la interpelación.
Palabras claves: ética, diversidad, convivencia social, discriminación, fanatismo, indiferencia, interpelación.
1. Introducción
La tolerancia no remite a un problema academicista sino a una necesidad de vida; surge de la necesidad de la convivencia humana que es ineludiblemente plural, y de la actitud que no pretende homogeneizar un mundo diverso, sino que lo asume, si se quiere, como un dato empírico del cual está obligado a partir; es requisito indispensable y valor central de una civilización planetaria, condición de una vida en común de un mundo diverso. Así lo concibió las Naciones Unidas en la llamada Declaración del Milenio, resolución aprobada por su Asamblea General, el 13 de setiembre del 2000, como deber de los seres humanos de “respetarse mutuamente, en toda su diversidad” (NN UU, 2000: 2).
Una de las vías para el esclarecimiento y realización de la tolerancia es su discusión en el terreno de la ética axiológica que fundamenta sus valores en el plexo socio-natural de la vida, esto es, en la vida práctica -Lebenswelt- del sujeto.
Sin embargo, cada vez que se pretende llevar a la práctica -realizar o hacer realidad- la tolerancia, surgen disyuntivas que se encuentran en íntima relación con la condición humana y la índole de sus producciones. Las dificultades para enfrentar la intolerancia, y desarrollar una sensibilidad y racionalidad que propenda a la tolerancia, no acaban al decretar la intolerancia como estado indeseable, como un antivalor, pues al interior de la misma tolerancia se encuentra un valladar decisivo: el tratamiento y contenido de sus valores engarzados con sus producciones institucionales. El establecimiento en el plexo valorativo de una sociedad, del conjunto de valores que sustenta una cultura que apela a la tolerancia, exige resolver las mismas dificultades que ella plantea. Ello supone localizar en qué lugar preciso reside el valor de la tolerancia, en donde encuentra su virtud. El debate y la práctica se mueve en una disyuntiva en la que o bien se rechaza todo límite que constriñe la tolerancia, o bien se establece uno infranqueable y absoluto. En el primer caso se anuncia la indiferencia como valor, y en el segundo el fanatismo. La ética axiológica encuentra aquí un desafío.
2. El fanatismo de la tolerancia y el efecto inverso en la ética de la ley del Talión
Una vez que se admite la deseabilidad de una convivencia humana que extirpe la persecución y el trato discriminatorio, esto es, que procure el establecimiento del valor de la tolerancia, la dificultad primera con la que se encuentra la ética de la tolerancia, es no convertir su objetivo en otra fuente de fanatismo igual al que rechazó. Este efecto inverso -también llamado efecto perverso (Boudon, 1980)- que provoca que la tolerancia se convierta en intolerancia, tiene lugar por el tratamiento que reciben las contenciones o valores fundantes que porta, sus condiciones de posibilidad; específicamente, aquel tratamiento que absolutiza los contenidos, cualquiera que éstos sean. La absolutización de los contenidos concretos -y por ello relativos- de la tolerancia, conduce al fanatismo, a una “tolerancia forzada” (Kolakwoski, 1986: 119).
En efecto, el tratamiento absoluto de los valores que establece cada tolerancia, derivan en una moral sustentante del fanatismo que se autojustifica en la paradoja “intolerancia a la intolerancia”, resultado del efecto inverso. Tal inversión está implícita en la formulación política de John Locke y Jean Jacques Rousseau. El efecto inverso que hace de cierta intolerancia un valor, surge una y otra vez, condicionando diversas prácticas: la lectura más inmediata la realizaron los jacobinos en la época del terror de los revolucionarios franceses, traducida por Louis-Antoine-Lion de Saint Just como “ninguna libertad a los enemigos de la libertad”; durante la Guerra Fría se puede encontrar en los siguientes términos, “hay una insensatez, la intolerancia, difícil de tolerar. (Popper, 1994: 244). La declaración de las Naciones Unidas, “Eliminación de Todas las Formas de Intolerancia” (cfr. Odio, 1989), enuncia el efecto inverso desde su título, pues eliminar la intolerancia implica desarrollar una intolerancia contra la intolerancia. Una vez más se declara como paradoja. Igualmente lo expresa Tzvetán Todorov, quien admite que “ella implica su propia negación” (1993:183), dado que “la intolerancia es intolerable” (Todorov, 1993: 191). En Centroamérica, el escritor Sergio Ramírez Mercado emplea la misma herramienta contra la “presión cubana” que dice haber tenido lugar en eventos acaecidos en Nicaragua, relativos a una conmemoración de la obra de José Martí, según lo manifiesta en un artículo que directamente titula, “no tolerar la intolerancia”, concluye reiterando, “mi repudio total a la intolerancia” (Ramírez, 2002: 15 A).
El carácter persecutorio del fanatismo que se establece en la tolerancia, brota y se advierte tarde o temprano, pues al establecer como valor absoluto la tolerancia, la intolerancia que ella exige, será intransigentemente establecida hasta arribar al fanatismo. El círculo se cierra cuando se evade la cuestión sobre ¿qué es lo que no toleran los catalogados ahora como intolerantes?, y de inmediato se convoca a la represión. Sin responder a tal pregunta, simplemente se llama a la intolerancia que se justifica en la tolerancia; en ese momento pierde su carácter de tolerancia y deriva en una forma de fanatismo más. A partir de ahí reclamará el derecho a reprimir, “si es necesario por la fuerza... y... en nombre de la tolerancia” (Popper, 1984: 268), a los declarados intolerantes.
Es posible reconocer que los fanatismos han tomado dos formas plenamente diferenciables: una estrecha y otra amplia. François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, ilustra perfectamente la primera forma de fanatismo implícito en la tolerancia. Sin ningún empacho defendió la libre expresión del pensamiento en estos términos: “proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”. Esta supuesta tolerancia a la expresión de las ideas, supone un fanatismo afectado por el efecto inverso que llega hasta la persecución a muerte de quien discrepe de su persona. Otra versión del fanatismo estrecho se encuentra en la obra de John Locke.
... se puede destruir a un hombre que nos hace la guerra o que ha manifestado odio contra nosotros, por la misma razón que podemos matar a un lobo o a un león. Esa clase de hombres no se someten a los lazos de la ley común de la razón no tienen otra regla que la de la fuerza y la violencia; por ello pueden ser tratados como fieras, es decir, como criaturas peligrosas y dañinas. (Locke, 1973: 14, énfasis agregados)
Este trato discriminatorio al extremo, está sustentado en una valoración absoluta de los valores específicos en los que se sustenta la tolerancia; se trata de una intolerancia absoluta y enteramente excluyente. La condición humana constituye una condición que bien puede suspenderse. Hay quienes deben -y con frecuencia- ser declarados fuera del género humano: fieras salvajes, criaturas peligrosas, bestias salvajes. Así procede también el principio de la tolerancia absoluta que le suspende la tolerancia a través de su exclusión del género humano. (La apertura de los centros de reclusión en la Base Militar que el Estado norteamericano mantiene en Guantánamo, territorio cubano, para interrogar y torturar a quienes son declarados sospechosos de terrorismo, es una práctica apegada a este fanatismo estrecho.) Aquí ya es manifiesto el efecto inverso.
Si alguno pretende violar las leyes de la equidad y la justicia públicas que han sido establecidas para la preservación de estas cosas, su pretensión se verá obstaculizada por el miedo al castigo, que consiste en la privación o disminución de esos intereses civiles u objetos que, normalmente, tendría la posibilidad y el derecho de disfrutar. (Locke, 1988: 9, énfasis agregado)
Aunque los derechos han sido universalizados, este universalismo por decreto se reserva el derecho a suspenderlos y a suprimirlos, el derecho a decidir quién disfruta y quién no de tales derechos universales. Igual acontece con el derecho de matar que el Estado se reserva; la pena capital, así como es abolida, igual es restituida. La abolición de la pena capital confirma el derecho de muerte que se le atribuye al Estado, pues al ser legitimada tal abolición, en esa misma medida, se le reconoce al Estado la autoridad para restituirla: la instancia de la abolición es la misma instancia de la restitución.
La tesis de Locke establece el derecho de violación de todos los derechos que -cual graciosa dádiva- se le decretaron a todos, previa exclusión del género humano, para que sean tratados como “fieras salvajes” (Locke, 1973: 139), esto es, dada la universalidad del castigo, para que cualquiera o todos, apliquen la violencia contra aquél que ha sido excluido (Locke, 1973: 95). Por ello, incluso a los propietarios que no respeten la propiedad, no se les respetará la propiedad.
El debate acaecido en el año 1550 -la conocida “controversia de Valladolid”- en donde Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas procuraban dirimir la peculiar cuestión de si los habitantes del llamado Nuevo Mundo eran seres humanos o no, se inscribe en el fanatismo estrecho. Esta forma monolítica y estrecha del fanatismo, vive en persecución constante del otro, en busca de su exterminio total.
Hay además otro fanatismo que bien podría llamarse amplio en tanto ensancha los límites en los que acoge cierta variabilidad más que pluralidad -mayor laxitud en los valores-; al final, ineludiblemente, por relativamente amplias que aparezca, este fanatismo siempre se cierra en las fronteras establecidas, sobre sus propios valores fundantes. La propuesta de John Rawls constituye uno de estos fanatismos indulgentes y amplios que tiene su intolerancia en la ley y la justicia. Los límites de esta tolerancia, para salvaguardar el interés institucional, toma distancia, se abstrae y apela a la imparcialidad; al modo de Max Weber, se racionaliza, esto es, se despersonaliza en favor de un ser abstracto al que todos le rinden tributo, al dios terrenal como llamó Hobbes al Leviatán.
Las libertades de unos no se restringen simplemente para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia prohíbe esta clase de razonamiento en conexión con las libertades, del mismo modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas. Es sólo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y esto se hace a favor de una libertad justa con una justa constitución. (Rawls, 1997: 209, Énfasis agregado)
Montesquieu había insistido en que el magistrado debía ser la encarnación de la ley, no de su misma persona concreta e individualizada. Esta ley amplía y abstrae los valores límites de la tolerancia; en tal forma vacía de contenido, queda establecida otra intolerancia, ahora de carácter impersonal: la intolerancia de la ley, del orden establecido. (El vaciamiento de todo contenido constituye una inviabilidad humana; por su condición desprovista, al ser humano le resulta inasible el modo puro; nunca puede tomar distancia de modo absoluto, ya que siempre precisará de algún posicionamiento, sea éste concreto o abstracto. Su toma de distancia o su vaciamiento siempre será relativo a algún otro.) La propuesta de la sociedad abierta (Popper, 1984), evidencia ya desde el título mismo de la obra en la que se formula, el límite amplio pero cerrado que tiene hacia sus declarados “enemigos”, ante los cuales la sociedad abierta se cierra.
Así, al tomar conciencia de la paradoja de la tolerancia que exige en un momento a los tolerantes ser intolerantes, ya sea para una en su versión amplia o estrecha, se advierte el fanatismo implícito en la tolerancia que se desata en su absolutización hasta provocar el efecto inverso.
Montesquieu advirtió esta irregularidad en su análisis del marco jurídico que en la antigüedad griega establecieron los anfictiones helenos, para regular sus relaciones internas. En ellas los anfictiones adquirían el compromiso de no destruir ninguna ciudad a la que pertenecieran los miembros de la Anfictionía, excepto de aquella ciudad de quienes destruyeran una ciudad. A partir de la excepción, Montesquieu encuentra una irregularidad.
La segunda parte de esta ley, que parece la confirmación de la primera, en realidad la contradice. Anfictión no quiere que se destruyan jamás las ciudades griegas, y su ley amenaza con la destrucción de las mismas. (Montesquieu, 1975: 372, énfasis agregado)
El efecto inverso es notorio y explícito: es un tipo de ley que amenaza la destrucción de lo que pretende proteger, en la medida en que no trasciende aquello que ataca sino que lo reproduce indefinidamente. En la segunda parte de la ley, aquella en la que precisamente se establece el castigo o la pena, se aplican los mismos medios que pretende suprimir. Este tipo de castigo es el que provoca el efecto inverso. La respuesta igual suprime el valor original e instala su inverso, su negación: “ojo por ojo, diente por diente”. Aquello que es tenido como lo peor, recibe como respuesta lo peor. Los fines han cambiado, pero los medios permanecen, ahora racionalizados y justificados hasta la eternidad. La igualdad entre el delito y la pena engendra el efecto inverso. Ahí el antivalor no es derrotado sino que prevalece en el fanatismo que eterniza la intolerancia inicialmente condenada. Aquí es cuando Herberth Marcuse reconoce que “la realización del objetivo de la tolerancia exige intolerancia” (Marcuse, 1977: 77).
El fanatismo implícito es concluyente: al llegar a ella ya no hay necesidad de suministrar más explicaciones para implantar la intolerancia, su inevitabilidad exige persecución. A partir de esta precisión no hay más que proceder conforme al efecto inverso y continuar por el sendero de esta supuesta tolerancia que significa intolerancia. La supuesta imposibilidad de evitar la paradoja es la justificación de la intolerancia que se hace en nombre de la tolerancia. Ser tolerante exige -en esta tesitura- ser fanático de la tolerancia, esto es, inquisidor y perseguidor -ya en su versión amplia, ya en su versión estrecha- de aquellos que cataloga como intolerantes, sólo que ahora en nombre de la tolerancia. La intolerancia con la intolerancia es, al fin y al cabo, una intolerancia más: la intolerancia de la tolerancia. (En Mesoamérica se ha empleado una sabia expresión que le viene bien a esta tolerancia: “no me defiendas compadre”.)
Al final del proceso que inició con la anulación de la diversidad y continuó luego con el exterminio del otro, aparece el cielo o el infierno, la absolutización del bien o del mal (divinización sacralizada o satanizada); ya no hay historia. Tal absolutización hace aparecer la propia prescripción como ley sagrada, y a la otredad como designio del mal. Al primero se le impone el acatamiento ciego que conduce a la destrucción y exterminio del segundo. Aquí los valores han sido despojados de todo contenido humano, y se ingresa al terreno donde el fin justifica los medios: el fanatismo no reconoce límites a la manía persecutoria que dogmáticamente se desarrollará hasta la homogeneización o hasta una cierta variabilidad, más o menos estrecha, más o menos amplia.
3. La indiferencia en el relativismo de la tolerancia y la ética de piratas y ladrones
El riesgo de rechazar la absolutización, en la práctica -ámbito que interesa a la ética- conduce a otro extremo igualmente mutilante de la tolerancia: la indiferencia propia del relativismo destructor que detiene la persecución, pero emprende otro tipo de exterminio del otro: la indiferencia. Una vez que se advierte la intolerancia implícita en la práctica de una ética de la tolerancia absoluta, se abre el sendero del relativismo que suprime la ética de raíz.
Culturalmente, es viable notar que el clímax del reciente relativismo proviene del éxtasis que provocó en algunos la llamada posmodernidad, sensibilidad que surge y acompaña al proyecto globalitario; empezó con una supuesta imparcialidad ante cualquier compromiso, y siguió con un desprecio hacia toda pretensión emancipatoria; luego pasó a celebrar el triunfo de la fragmentariedad interpretándola como diversidad para, finalmente, levantar una precipitada acta de defunción del sujeto. Banaliza la existencia humana interpretando la lucha por la vida -muchas veces sangrienta- como un juego de signos, interacción de espejos. En esta atmósfera de decepción que pasó de la angustia existencial a la ansiedad consumista, la muerte aparece como una opción más. Frustrados en sus proyectos mesiánicos de salvación de una humanidad abstracta desde la élite, pasaron a aborrecer directamente a la humanidad. Ni antes ni ahora supieron alimentarse de la gente misma.
Los vulnerados quedan en las manos del poder de las instituciones como simples objetos. Al fortalecerse esta tendencia a destruir los debilitados, esta dinámica tenderá, finalmente, a destruir la vida misma al convocar el efecto de autodestrucción.
Si hay hombres que desean hacer sufrir a otros o incluso destruir a la civilización misma, nada hay fuera del hombre mismo a que se pueda recurrir para afirmar que tales acciones deben condenarse. De aquí que el problema de la valoración como del conocimiento objetivo, se convierta en el de intentar descubrir si hay algunos aspectos de lo que vagamente es llamado la situación humana que pueden proporcionar un adecuado punto de vista desde el cual sea posible argumentar. (Moore, 1977: 62)
En realidad es mucho más que “proporcionar un adecuado punto de vista”; se trata de precisar el conjunto de las condiciones de posibilidad de la vida, su fundamento material, desde el cual, además de ser posible argumentar y pensar la acción, se pueda desarrollar la acción misma. Este debe ser el “conocimiento objetivo” al que hace referencia Moore. Cuando el debate y la investigación no alcanzan las condiciones materiales de la vida real, siempre irreducible y plagada de necesidades, toda pretensión acaba en la arbitrariedad, sin más fundamentación que el simple deseo, antojo, capricho o la pura voluntad de poder.
El plexo valorativo expresa y reproduce la indiferencia que han establecido diversas prácticas a través de la historia, y que se pueden advertir en una conducta de índole económica que pregona el laissez-faire, laissez passer, lema original del liberalismo clásico que reivindica el actual neoliberalismo; y en la política de “reservaciones” creadas para encarcelar ahí a los nativos, empleada en los EE. UU. durante el siglo XIX, y que tomaron la denominación de apharteid -vivir aparte- en Sudáfrica y de guethos en la Alemania nazi.
La sentencia mercantil del “dejar hacer, dejar pasar”, porta el mismo talante y procede de la misma sensibilidad, del mismo plexo valorativo, de la norma “vive y deja vivir”. Ambas sentencias presentadas como apelación a la tolerancia, son portadoras sin embargo de la indiferencia; en la práctica, revela su contenido, su desenlace, lo que implícitamente anunciaban: la primera, “dejar matar, dejar morir”, y la segunda, “muere y deja morir”. Para los vulnerados esto signfica, “muere y deja vivir”; para el poder, “vive y deja morir”. La indiferencia suprime la indignación que eventualmente conduzca la acción que evite la muerte del otro. El respeto hacia el otro que clama y reclama, se traduce en apatía e indolencia por su suerte, por su reclamo al cual se le ponen oídos sordos. La indiferencia se despliega sin límites a través de todo el plexo valorativo prevalente, evitando toda reacción y acción constituyente de humanidad.
La tolerancia como indiferencia tiene un acercamiento con el concepto que Isaiah Berlin denomina libertad negativa, insertado éste en la matriz liberal. Este concepto de libertad se diferencia del concepto de la libertad positiva. Esta última consistiría “en ser dueño de sí mismo (… y la anterior…) en que otros hombres no me impidan decidir como quiera” (Berlin, 1988: 202). La libertad negativa ha sido uno de los ejemplos de la indiferencia social a la que acompaña, en la medida que deriva del lema liberal, “dejar hacer”, cuya indiferencia -como ya se anotó- se advierte al permitir -o al menos no impedir- que se traduzca en “dejar morir”. Este resultado práctico está contenido en la premisa individualista que porta esta ética. También tiene un acercamiento con la noción de justicia como imparcialidad, propuesta por John Rawls. La sociedad bien ordenada apela siempre a este único criterio que no se involucra con nada que atente contra él.
La indiferencia es una suerte de relativismo extremo que propicia la arbitrariedad en la que cunde el individualismo, y se manifiesta -al final- el profundo y contenido desprecio hacia el otro. Tarde o temprano, la indiferencia conducirá al sometimiento -esclavitud o servidumbre- y al totalitarismo dictatorial.
Actualmente, este camino de la pretendida “tolerancia total” parte del capricho y la arbitrariedad, terreno propicio para los desmanes sin límites que el poder, ya como “fuerzas ciegas” (poder mercantil invisible), esto es, como dinámica autorregulada, o como “fuerzas conscientes” (poder visible del Estado), levanta contra los vulnerados socialmente. Esta ruta, contrariamente a lo que el espíritu posmoderno pregona, más que posibilitar la tolerancia plena, eterniza la intolerancia fundamental. En este contexto, la tolerancia se convierte en permisividad y aceptación del dolor y muerte provocada por cualquier institución.
El relativismo conducente a la indiferencia, suprime toda posibilidad del juicio valorativo, y con ello, anula la ética como saber sobre los valores. No es posible juzgar ninguna aberración. Cundiría la impunidad ante todo acto, que sería indiferente para la conciencia ética. En tales condiciones, se condena a la impotencia política a los vulnerados, al abandonarlos en las manos de la intolerancia de las instituciones. Además, se alienta la producción de una conciencia que, como el nihilismo, ve con indiferencia (“tolerancia”) tales actos, al negar las herramientas de discernimiento -conceptual y moral- para ser juzgados. En definitiva, este es el estado cultural del relativismo posmoderno tan semejante al estado natural hobbsiano en el cual priva el homo homini lupus est al que Hegel llamó, no el estado natural sino estado del entuerto y la prepotencia, un estado del cual “es preciso salir” (Hegel, 1974: 344).
Este es un estado que responde a las aberraciones y a los crímenes institucionales con juegos lingüísticos, lúdicamente, en la superficie: en la vida light. Aquí el discernimiento y la construcción de la tolerancia se enrarece y finalmente se pierde al destruir toda universalidad. Todo resulta un espectáculo de entertaiment; diversión por un mejor perfomance en el que, a diferencia del supuesto estado natural que imaginó la modernidad, no sería un estado de individualidad absoluta que redundaría en una guerra de todos, sino una prevalencia de grupos, sectas y tribus en la que se establecería una guerra de bandas y pandillas, de piratas y ladrones.
El pandillaje es ahora el resultado de esta tolerancia relativista que alienta la indiferencia, que llegaría a un acuerdo pandillero, oligopolio o cartel, que a partir del establecimiento del contrato, dirigiría su acción pandillera de manera organizada hacia la población: el Estado moderno. El estado natural hobbsiano evoca la imagen de la banda de ladrones que pactan, inter pares, las regulaciones necesarias para asegurarse sus bienes adquiridos violentamente. Estas reglas presentadas como leyes universales desde las cuales racionalizan la humanidad, constituyen el pacto-origen del Estado moderno actualmente universalizado. Universalización que, tal como Voltaire la percibió, surgió de la necesidad de una civilización imperial (Roma), no del imperativo humano de encontrarse con los otros, mucho menos de la necesidad de esos seres humanos de constituirse como tales. Se puede advertir que esta tribu -Rousseau distingue una tribu urbana- desplazó a la tribu orgánica o rural que se ocupaba del cuidado de todos los suyos. Esta tribu tiene otro carácter: es universalista porque universaliza el cuidado de sus intereses en todo lado, pero, en esa medida, universaliza la exclusión desde sus motivaciones tribales -acaso mafiosas- en tanto no son universales.
Desde Platón (1992: 55-104), pasando por Kant (1983: 84), ha quedado en evidencia que los valores deben ser universales y no estar atado a las conveniencias o intereses individuales; por el contrario, deben estar mucho más allá de ellos, tanto como que lo universal y lo particular constituyen realidades cualitativamente inconmensurables, motivo por el cual, por ejemplo, Rousseau debió diferenciar entre voluntad general y voluntad de todos (Rousseau, 1980). En su disputa con Trasímaco, Platón advierte que de no existir esta trascendencia, la justicia y su concepción estarían atrapadas en las conveniencias de los poderosos negando, de entrada, toda posibilidad de construir alguna sociedad civilizada y plenamente humana (cfr. Platón, 1992: libro I, pags. 55-104). En sus reflexiones Kant es consciente del requerimiento de universalidad, al advertir que el imperativo no puede limitarse a ser hipotético sino que exige ser categórico (Kant, 1983: 78).
Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. (Kant, 1983: 41)
Sin universalidad no hay tolerancia, pero sin tolerancia tampoco hay universalidad. De lo contrario, la universalidad se traduce en universalismo, esto es, en una particularidad generalizada, universalizada; en términos de Kant, no construida desde los a priori sino forzada, esto es, establecida con mediación de la violencia. No hay otra salida: “la tolerancia es un fin en sí misma sólo cuando es verdaderamente universal” (Marcuse, 1977: 79).
En una atmósfera cultural de indiferencia, cunde sin dificultad el capricho y la arbitrariedad, anomia que, evidentemente, la resuelve el poder desde sí mismo: un terrorífico estado natural de guerra que se ha supuesto en el pasado de la humanidad (Hobbes, 1996) y que sin embargo, más bien se presenta en su futuro, un estado en donde privaría la pura “voluntad de poder” nietzscheana, cuyas primeras víctimas serían siempre los vulnerados -precisamente, la atmósfera cultural que el globalitarismo requiere y propicia-. La ética de la tolerancia queda ante una disyuntiva que parece insalvable e ineludible: o el fanatismo o la indiferencia; asumir un relativismo destructor que acabará en el capricho y la indiferencia que desata la ética de piratas y ladrones, o un absolutismo represor que convoca al fanatismo persecutorio.
Ninguna de las dos propuestas de esta tolerancia considera la condición finita y desprovista del ser humano, condición que le impone como rasgo central a su producción, la insuficiencia y la precariedad; por el contrario, ambas propuestas atribuyen a las obras humanas el rasgo de la perfección. Ambas pertenecen a la misma actitud absolutista que suprime la tolerancia, aunque ésta última se presenta como su contraria (relativista). Ninguna de ellas es alternativa de la otra, puesto que son la misma, ambas son absolutistas. La indiferencia y el fanatismo se encuentran en el desprecio real hacia el otro vivo y concreto pues, al final, sacralizar o satanizar es en definitiva deshumanizar.
Así, el reconocimiento de la tolerancia no basta; es preciso considerar el tratamiento práctico que se le dé a sus valores límites para disolver la disyuntiva. Ahí la interpelación se presenta como una alternativa.
4. La interpelación de la tolerancia como disolución de la disyuntiva
La disyuntiva de la tolerancia empieza a ser disuelta desde la vida práctica del sujeto, a partir del mundo de la vida -lebenswelt-, pero de la vida que se inscribe en “el proceso de la vida real” (Marx, 1976: 22), esto es, desde el sujeto vivo y actuante, en el sujeto fundante que legitima y garantiza los límites y, a su vez, se materializa en ellos; en particular, al considerar la condición desprovista y finita del ser humano, asume los valores en su insuficiencia y precariedad esencial. Sólo así será ineludiblemente universal, pues ante la vida fenece toda arbitrariedad y brotan los límites que sustentan la humanidad. Pero tal universalidad, para que no se convierta en un universalismo, esto es, en una falsa universalidad (Schäfer, 1996), establece valores -guías de conducta- que no relativiza ni absolutiza sino que los interpela.
La tolerancia como interpelación se aleja por igual del fanatismo y la indiferencia, e impone el requerimiento de la revisión constante de sus límites fundantes, no por el tontuelo criterio de adorar el cambio per se sino para atender el clamor de las necesidades. En la interpelación a los valores límites se desvanece la falsa dicotomía que plantea el fanatismo y la indiferencia que simulan ser contrarios. La tolerancia sólo puede residir en la capacidad para asumir la interpelación contenida en la otredad, siempre en gestación, hacia su valores fundantes.
Y dado que la superación de los valores límites constituye un proceso que posibilita la capacidad para asumir la interpelación que la otredad hace de ellos, esto es, la tolerancia, entonces la tolerancia es la que le proporciona al sujeto la posibilidad de ser efectivamente humano.
De este modo, el sujeto de la tolerancia sólo adquiere su condición de tal cuando logra controlar y enfrentar -interpelar- sus valores fundantes, sus materializaciones, sus institucionalidades establecidas o realizadas, trascendiéndolas. Es por ello auto-exo-referenciado (Morin, 1993: 75).
Esta trascendencia de sus propias producciones, acontece en la interpelación. No las destruye ni las perpetúa, pero las configura de modo tal que se abre al clamor de las necesidades, del plexo socio-natural de la vida, al cual lucha por acoger una y otra vez.
La acción de la tolerancia -acción interpeladora- no está exenta de errores y pecados, no obstante, la tolerancia posee la capacidad para asumirlos responsablemente. En particular, asume las consecuencias no intencionales de su acción -el efecto inverso incluido- que pervierte la finalidad de las instituciones, inevitablemente precarias e insuficientes. No se trata de un sendero libre de todo error o inmoralidad, pues no es un sujeto perfecto y divino quien acepta la tolerancia, sino un sujeto plenamente humano, en lucha eso sí, contra toda materialización que, cual destino incontrolable, tienda a tornarlo objeto.
A diferencia del fanatismo amplio, con el que coincide en su despersonalización individualista, este sujeto de la tolerancia pleno de determinaciones, admite su auto-revisión constante desde las necesidades humanas insatisfechas, y del plexo socio-natural de la vida. Obligadamente, en consecuencia, el sujeto no implica ensimismamiento completo e independiente, como tampoco absoluto y autárquico egocentrismo, o tribalismo cerrado, temeroso a toda relación o apertura al exterior, cuya dinámica tiende a eternizar un aislamiento total de esa identidad acabada, o más bien anquilosada, que encuentra su final autodevorándose en un goce perpetuo, esencialmente narcisista. No se trata de construir un mundo que se anticipe a los nichos de los cementerios en donde reposan los restos de cada ser humano en la más profunda soledad: cada cual aislado en su tumba sin que la monotonía de su estar inocente sea perturbada por la expiación de algún pecado. Tal sería la consumación de la indiferencia.
Obviamente, por tanto, en este sendero el sujeto es responsable de su propio tejido, de su Arca de Noé, de sus materializaciones o realizaciones sin las cuales no existe, pero a las que sin embargo está obligado a trascender dado el carácter precario de éstas. En su sentido pleno el sujeto tiene como característica el ser trascendente -no escatológico- al orden establecido históricamente. No se reduce a ser solamente en sus valores límites sino que los trasciende siempre. Así, el sujeto resume la doble consideración dada en la historia del pensamiento filosófico separadamente como objeto y sujeto. No sólo es el límite, como lo formulan Wittgenstein y Trías, sino que también es su afuera, su trascendencia utópica interpeladora.
Puede advertirse, por lo tanto, que el sujeto en el sentido aquí entendido, primeramente, no admite constituirse escindido de su objeto, sino que intenta tomarlo en aquella unidad en donde el ser-para-sí subsume al ser-en-sí, sin anularlo, ello es, se tiene a sí mismo, sujeto, como objeto; y en segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, el sujeto supone un sentido de totalidad (mundo-conciencia): no hay afuera. Sin embargo, no hay un afuera en el sentido exterior, escatológico, pues su trascendencia es un afuera interior a la vida que siempre escapará de la red de instituciones establecidas; aunque acotada exteriormente, en su interior se encuentra infinitamente abierta. Las interrelaciones o articulaciones del mundo y la conciencia (objeto y sujeto para la filosofía pre-kantiana) articulan y constituyen el sujeto: sustancia viva -efectiva y finita- que se autoconstruye infinitamente: “posición y atribución” (Collado, 1987: 93) de sí mismo. El sujeto, por tanto, es quien posee capacidad de interpelación de sí: posicionado en la realidad que le ha sido dada, la asume e intenta desde ella atribuirse sus propios predicados; ser producto y productor de sí: autoconstruirse interpelándose.
El sujeto es el paso del Ello al Yo, el control ejercido sobre lo vivido para que tenga sentido personal, para que el individuo se transforme en actor que se inserta en unas relaciones sociales transformándolas, pero sin identificarse nunca completamente con ningún grupo, con ninguna colectividad. (Touraine, 1993: 268)
Aunque no se identifica plenamente con ninguna de sus materializaciones (Ello), no se divorcia absolutamente de ellas. El Yo se separa de su materialización para posicionársele e interpelarla. El divorcio sólo es un momento, aquel en donde es “formalmente libertad” (Hegel, 1974: 269), de un proceso en donde sólo adquirirá su plenitud y determinación universal, es decir, su contenido, “en la unidad del espíritu teórico y práctico” (Hegel, 1974: 335) que se realiza como desgarramiento. En esta dirección, se puede advertir que “el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo” (Wittgenstein, 2000: 145). El sujeto es quien marca los límites y sus valores conexos. “El fronterizo es de hecho el límite mismo” (Trías, 1985: 44). Así, el sujeto no está ni dentro ni fuera ni en el límite. El sujeto es el límite mismo, por eso es fundante. Sin embargo, este sujeto que reconocen estos autores ya se encuentra materializado en los límites establecidos, los cuales finalmente se osificarán, provocando que el sujeto vivo se escape de ahí, como un afuera constante: las necesidades de la otredad.
El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni el alma humana, de la que trata la psicología, sino el límite –no una parte del mundo. (Wittgenstein, 2000: 147)
A diferencia de las llamadas “sociedades abiertas” (Popper) que se definen en relación con sus enemigos, esto es, con aquellos seres humanos -Popper los define, principalmente, a partir de su lectura de Platón y Hegel- que excluye, las sociedades inclusivas no pueden caer en la ilusión de la permisividad destructiva, sino que, mientras admiten las fronteras de lo tolerable, también admiten a todos los seres humanos, pero desde una ética negativa que, a semejanza de la libertad negativa (Berlin,1988) no tiene pretensiones saturantes y acabadas (totalitarias) sino fundantes y mínimas de fronteras que limitan o excluyen ciertas prácticas a todos ellos por igual.
La interpelación, para que sea tal, no es arbitraria y caprichosa; surge de una demanda del sujeto (producción viva) cuando se pone frente a los límites que lo institucionalizan (producción muerta), en los valores que se asumen como deberes ya reconocidos. El sujeto vivo -la parte activa y con iniciativa- es quien hace posible la tolerancia y no los valores por sí mismos. La tolerancia se muestra, precisamente, la acogida que recibe esa interpelación que sólo puede hacer el sujeto vivo, no los valores establecidos como deberes (institucionalidad inercial), imposibilitados por su índole para desarrollar esta capacidad, pues por sí mismos, los valores límites -deberes institucionales- defienden primero sus intereses antes que las necesidades. En otros términos, la tolerancia acoge preferentemente la interpelación que hacen las necesidades, no los intereses. Y cuando acoge los intereses, lo hace exclusivamente para responder a las necesidades. Tal es el criterio de la interpelación que marca la tolerancia y su licitud.
La interpelación prevee -desde la condición desprovista del ser humano en el que tiene su sentido- la posibilidad práctica del fracaso de la norma. Sin embargo, el fracaso práctico de la tolerancia como norma, no justifica la intolerancia, ni torna obsoleta la norma ética: “tolerancia hasta con la intolerancia”, se impone como norma guía hacia un mundo inasible, en la misma medida en que la calamidad del asesinato que no fue posible detener, no elimina la norma “no matarás”. Kant es mucho más radical a este respecto.
… no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas. (Kant, 1983: 81)
El fracaso práctico y circunstancial que negó la norma no suprime su necesidad; tampoco torna obsoleto el valor que la sustenta, y menos aún convierte en norma aquella que invierte y desplaza el valor original y lo sustituye por su contrario, la intolerancia. El fallo tan sólo se convierte en una calamidad debida a la incapacidad práctica y circunstancial por evitarla, sin dejar de constituir por eso, una calamidad, esto es, un fallo circunsatancial de la norma, que de nigún modo invalida ni suprime el valor que la sustenta. La tolerancia se levanta sobre sus calamidades; de cada caída, de cada fallo, vuelve como valor que acompaña -mueve e impulsa- a la acción y a la práctica que evita la exterminación de la alteridad.
Aunque la tolerancia suponga una plenitud cuyo valor sería humanamente inasible -utopía-, su reconocimiento como tal, en su idealidad, revela una práctica posible, un modo de caminar en medio de la diversidad, y con la otredad. La esperanza es que la relación humana con el otro, predominantemente, ya no se establezca como una relación entre lobos salvajes sino entre seres humanos, otros y distintos, pero seres humanos capaces de interpelar sus producciones.
La norma paradójica, “intolerancia con la intolerancia” debe suprimirse en nombre de la tolerancia, pues anuncia el efecto inverso. En su lugar debe instalarse la legítima y consistente norma, “tolerancia hasta con la intolerancia”, como valor, esto es, como horizonte inasible pero deseable. Cuando Montesquieu advirtió la negación -efecto inverso- de la “racionalización” dicotómica en la legislación que se dieron los anfictiones griegos, relativa a la no destrucción de las ciudades propias, propuso suprimir aquella parte de la norma que llamaba a destruir a quien destruye, pues advirtió que “no se debía destruir ni aun a los destructores” (1985: 372). Esta norma evita la paradoja que convoca la ley del Talión, y diluye la disyuntiva que impone el fanatismo y la indiferencia.
La norma “tolerancia hasta con la intolerancia” constituye el verdadero desafío de la tolerancia, que puede ser derrotada -y sin duda lo será- pero aún así, será la norma. Pese a sus derrotas será anhelada, recurrente y sostenida, cada vez que la convivencia humana sea deseable. La tolerancia se revela como la modesta y mínima capacidad humana para transitar consigo mismo, un medio posible a un fin imposible.
8. La ética mínima de la tolerancia y su utopía
Otro de los elementos que debe considerar una ética que se aleje de la falsa dicotomía entre la indiferencia y el fanatismo, es el alcance práctico de la ética, su modesto alcance. Sin embargo, esta ética no desecha la utopía de la tolerancia sino que la tiene, tal como Kant tenía los conceptos, como guía de la práctica de la tolerancia.
La ética de la tolerancia como interpelación, emana del desgarramiento entre dos conceptos interrelacionados, de los dos momentos que puede tomar la tolerancia: su práctica y su utopía. De estos dos momentos desgarrados deriva un concepto estricto y otro utópico de la tolerancia
La sociedad inclusiva constituye una realidad conflictiva y en proceso constante, que tiene su plena realización en la utopía -fuente de la ética de la tolerancia- que interpela y es interpelada. Utópicamente, la sociedad inclusiva cimienta, sostiene y, en definitiva, admite todas las formas de realizarse los seres humanos al hacer de la inclusión del otro diverso, su valor límite y fundamento; guarda en su seno las condiciones de posibilidad de un mundo cuyos valores son el fundamento de la inclusión de todos en su diversidad; sociedades en donde los seres humanos se producen a sí mismos como seres abiertos a la pluralidad de formas de existencia, sociedades inclusivas que acogen en su seno todas las diversas prácticas particulares productoras de humanidad universalmente fundadas.
No obstante, la utopía de la tolerancia, en tanto intenta hacerse práctica y realidad -por el efecto inverso- se niega a sí misma, en la medida en que, o bien pretende establecer su límite de modo absoluto, y llevar al fanatismo, o lo elimina y se abre así a todas las prácticas, al relativismo destructor que propende al establecimiento de la ética tribal y sectaria del bandido y el pirata que alienta la indiferencia. Esta concepción debe tenerse apenas como la acepción amplia de la tolerancia que constituye una referencia axiológica que, a manera de guía de la práctica, señala los límites y valores de la acción humana, esto es, su concepto utópico.
Pero al tener las sociedades inclusivas en el horizonte de universalidad, se advierte otro sentido de la tolerancia: el concepto estricto y práctico. Las sociedades inclusivas tienen en el horizonte de sus aspiraciones, la utopía de la tolerancia, pero guarda con ella la distancia que le dicta el sujeto. Se acerca tanto como el plexo socio-natural de la vida lo permite. La ética de la tolerancia hace aquí su aparición, y formula su modesta pretensión, pues la tolerancia también abre el espacio para dirimir los inevitables conflictos humanos, apuntando siempre al ser humano; pequeña pretensión, más modesta que el inalcanzable ideal de libertad surgido en los inicios de la modernidad: apenas plataforma inicial y no horizonte último, ética mínima que no aspira a la saturación -totalitarismo- de todos los ámbitos de la vida humana, hacia un fin único de felicidad. Esta sociedad posible que se abre a la interpelación de sus producciones, apuntaría materialmente al ideal de las sociedades inclusivas de la diversidad.
La tolerancia es tan sólo una forma posible de caminar hacia algún imposible (utopía), al que no llega pero al que no abandona. Puesto que las grandes metas mesiánicas están cargadas de intolerancia, hacer de la utopía de la tolerancia una gran meta por realizar, sería caer en la intolerancia, provocando así el efecto inverso. Este proceso de interpelación constante de sus propios valores, permite resolver la tensión contenida en cada concepto de tolerancia, a la vez que evita el efecto inverso. Aquél detiene el fanatismo y la persecución, éste suprime la indiferencia.
La ética mínima se presenta en dos momentos relacionados con el fanatismo y la indiferencia; se sustenta en el concepto estricto de tolerancia, al desarrollar una cultura posible cuya dinámica reproductora central, primero, no implica el exterminio del otro y, segundo, antes bien, despliega unacapacidad para asumir la interpelación del otro.
9. Lo excluido de las sociedades inclusivas
Ya desde la misma noción de humanidad se advierte los ineludibles límites fundantes, a partir de la condición de universalidad del mundo de la vida del sujeto. Y como todo límite, ahí se anuncia y establece lo excluido. No se trata de hacer de la diversidad un valor en sí mismo, pues “la herejía en sí misma no es señal de verdad” (Marcuse, 1977: 84), sino de asumir una condición humana. La pluralidad no es un valor especulativo. Inicia de la constatación histórica de una realidad que repugna la homogenización: el ser humano y su condición desprovista, generadora de producciones siempre precarias.
La universalidad que desea la uniformidad y la igualdad a sus propios intereses y conveniencias, tropieza con la diversidad de las necesidades humanas; tropieza por tanto, con límites diversos que parecen repugnar la universalidad, o la hacen posible sólo como universalismo, esto es, mediante la aplicación de la violencia. Ante esta constatación práctica, el primer valor límite que se le impone a la tolerancia como un a priori emana de la otredad. El establecimiento de fronteras, de límites abiertos a la diversidad, a la humanidad ya de por sí diversa, es decir, a la humanidad abierta a sí misma, debe estar en correspondencia con las necesidades del sujeto -red orgánica de interrelaciones humanas-. La tolerancia constituye una respuesta básica y primaria a los inevitables enfrentamientos y conflictos humanos que la diversidad implica, y que suponen su conversión en valores.
Pero la condición de universalidad obliga a la pluralidad humana. De este modo, la otredad constituye ya, en sí misma, el establecimiento de fronteras, de límites al plexo valorativo que -supuestamente- niegan la tolerancia. La tolerancia está en correspondencia con las necesidades del sujeto -red orgánica de interrelaciones humanas- que se presenta en dos direcciones: cuando se reconocen éstos como negaciones materiales de humanidad y, a su vez, cuando se advierte que estos límites constituyen también condiciones materiales de posibilidad. Los límites en tanto medios -condiciones de posibilidad- regulan y aportan dirección al desarrollo y satisfacción de las necesidades ineludiblemente humanas, y por tanto, que atienden a una condición como humanidad: sin universalidad no hay sujeto, sin límites no hay universalidad y sin universalidad no hay tolerancia porque sencillamente no hay humanidad que comporte ningún valor.
Toda negación de universalidad, ya sea por el universalismo propio del fanatismo, como por el relativismo propio de la indiferencia, esto es, la ética absolutista y represiva típica de las Cruzadas, y la ética tribal y sectaria típica de la banda de piratas y ladrones, queda así excluida. Esta exclusión no convoca al exterminio del otro, como se advierte en la propuesta de Popper cuando pide recurrir a la violencia para exterminar a los intolerantes (Popper, 1984: 268), aún y cuando tal represión se haga en nombre de la tolerancia. En este caso, la exclusión de los antivalores y las prácticas del exterminio y la persecución, es condición de la inclusión del otro.
En esa medida, el límite del exterminio del otro con sus valores inherentes que recoge la ética mínima, se impone y deriva del primer y fundamental límite dado por la diversidad. Este límite y su valor, sigue y responde a la concepción estricta de la tolerancia como interpelación; insuficiente pero necesario. El valor que detiene y suprime el exterminio del otro, no niega el advenimiento de otra forma de exterminio: la indiferencia, ciertamente menos sangrienta, pero también excluyente. El arribo al segundo modo, se inscribe en la acepción más amplia de la tolerancia; aunque precariamente, procura realizarla, esto es, la tiene como fuente y horizonte ético de la acción desde el cual se juzga a ella misma. La sociedad que abriga en su seno la utopía de la tolerancia, brega por incorporar al otro, y no se limita a abstenerse de su liquidación, sino que lo escucha y lo acoge, aunque sea de manera precaria y todavía insuficiente. Se mantiene en el esfuerzo.
Este sujeto que marca el límite y sus valores, es la humanidad que trasciende al mundo institucional, al mundo de producciones socio-naturales. Así, queda excluido de la sociedad inclusiva, todo aquello que agrede este cimiento, el plexo socio-natural de la vida. Este valor límite se impone como valor fundante de humanidad. Debe cumplir por lo tanto
… el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable. (Marx, citado por Fromm, 1992: 230)
De esta manera, toda humillación, sojuzgamiento, abandono y desprecio de lo humano, queda excluido de las sociedades inclusivas que albergan a los seres humanos como humanidad sustentada, ya no en un humanismo abstracto de igualdad total, sino en una humanidad que valora la diversidad y otorga unidad a la diversidad, unitas multiplex, en el igual derecho a ser diferente. Lo cual no supone ni remotamente aceptar la exclusión: “lo contrario a la igualdad es la desigualdad, no la diferencia” (Bobbio, 2001: 145). Del hecho histórico de la diversidad, emana el valor del respeto a la alteridad, y la negación de la violencia hacia el otro, no su exclusión del plexo socio-natural de la vida, esto es, del bien común originario que enlaza a todos los seres humanos.
En la propuesta de “tratar igualitariamente a los desiguales y de modo diverso a los diversos” (Bobbio, 2001: 148) como vía para evitar la discriminación y la persecusión, además de mostrar el lazo que une a los seres humanos, se advierte lo que es excluido en las sociedades inclusivas: tratar igual lo diverso, o diverso lo igual.
Expresado en términos de la norma zapatista, esto significa que, una sociedad en la que quepan todos los seres humanos es, precisa e ineludiblemente, la misma sociedad en la que no todo quepa: una sociedad limitada. Para empezar, no puede caber, precisamente, aquello que impida que todos quepan (relaciones de discriminación, exclusión y dominio, por ejemplo). Este límite constituyente del plexo valorativo, será por lo tanto, el conjunto de condiciones que tornan posible la sociedad en la que todos quepan, es decir, en la que inicialmente ninguno sea exterminado, luego acogido y finalmente incorporado: el fundamento de las sociedades inclusivas que establece el límite de lo excluido.
Obsérvese que el criterio reside en que todos y todas quepan, no en que quepa de todo. No se establece, evidentemente, que todas las instituciones tienen cabida sino todo lo contrario. Si el criterio es que “quepan todos”, consecuentemente, ahí mismo está establecido que no todas las instituciones tendrán cabida como legítimas. A partir de este mismo criterio, la licitud de cada institución será juzgada a partir de su capacidad para producir humanidad. Sólo tendrán cabida las instituciones que incluyen a los otros como seres humanos de manera tal que todos sean sujetos. La pretensión zapatista es por dar cabida, por incluir a “todos” los seres humanos. Esto significa una sociedad cuyas relaciones sociales -cualesquiera que sean- sólo tiene establecido como requisito que debe cimentarse sobre relaciones que den cabida a todos los seres humanos, esto es, universalmente.
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